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"Mitología de una pared" de Liliana Heker

Mitología de una pared de Liliana Heker - Cuento
El Grillo de papel número 6 - octubre-noviembre de 1960
Registro Propiedad Intelectual N° 634896 - El Grillo de Papel

Liliana Heker junto a Antonio Berni, en 1965. Gentileza Liliana Heker.

Toño se encontró mirando a través de la ventana, por quinta, por octava, por milésima vez (qué importa cuántas fueron), mirando siempre la misma calle gris, las mismas casas grises, la misma gente gris de ojos desocupados. La mirada de Toño resbalaba, acá, allá, buscando inútilmente algo: ¡pum!, un color rompiendo la tarde: pero no había color, y él lo sabía. Estúpido, para qué volvía a mirar, entonces. 

Dio la espalda a la ventana:

- Qué me importa lo que puede pasar en la calle... Lo que puede pasar ¡Bah! Qué va a pasar.

Todo el peso del día cayó en el sillón, junto con Toño.

- ¡Qué manera de sentarse! Así no va a quedar un mueble sano.

Los ojos de Toño se encendieron con un fulgor de muebles rotos, pero sus manos, mansamente, retomaron el libro interrumpido. Allí todo era distinto: sucedían cosas. Poco a poco fue desapareciendo el pesado mundo sin maravillas para dar paso al otro, de dimensiones nuevas y caprichosas, donde cada palabra era como un pequeño resorte que, saltando, ponía en marcha el mecanismo de un acontecimiento brillante o una aventura grandiosa. 

- Ché, Toño, qué forma de estar sentado. Te vas a quedar todo torcido.

Detrás del libro, lentamente, aparecieron los ojos redondos de Toño:

- ¿Eh?

Alguien salió del cuarto, dando un portazo ofendido, y Toño se quedó solo. Miró a su alrededor. Allí, en las paredes opacas y húmedas, todo parecía adverso. Retratos desteñidos lo perseguían con sus miradas quietas desde mucho tiempo atrás (aunque quizá nunca se habían movido: sí, eso es lo más probable). Desde la otra pieza llegaban voces, No iba a ser fácil hacer que se callaran.

- ¡Toño!

Era necesario que pasara algo, cualquier cosa. Adentro o afuera, qué sé yo, en cualquier lado.

- ¡Toño!

Se puso de pie y de un salto estaba frente a la ventana. Ni siquiera se preocupó de levantar el libro. Tras el vidrio la calle seguía desparramándose calldamente gris. Ni un ruido, ni un cambio: sin embargo era necesario que pasara algo: esto no puede quedar así.

- Toño, llegaron los tíos, vení a saludarlos.

Y toda la sangre acumulada se gastó en un ya voy que, atravesando la perplejidad de los tíos, corrió desde la ventana a la puerta cancel.

- ¡Adónde vas?

- ¡Al diablo! - escuchó la calle silenciosa. 

Nada había cambiado sin embargo. Sólo que ahora no existía un vidrio que separara sus ojos de estos otros que lo enfrentaban con su carga de miradas indiferentes y la calle se prolongaba en una infinita repetición de baldosas grises, de sobretodos grises.

Ahora Toño estaba detenido frente a una empleada gris. Cuando oyó su voz (¡qué desea, señor?") se asustó un poco: las ferreterías, sin duda, son algo bastante serio. ¿Qué hacía él adentro? Querían saber. Tenían derecho.

- ¿Qué desea, señor? - repitió la mujer.

Y bien. Le acababan de preguntar qué deseaba. Les interesaba saber qué deseaba. Y él, indudablemente, deseaba algo. Por eso había mirado por la ventana, y había salido a la calle, y estaba ahora en la ferretería.

- Pintura -dijo-. Quiero pintura.

-¿Qué tipo de pintura, señor?

- Cualquiera.

- ¿Qué color?

- Cualquier color. Verde, rojo, azul, amarillo. Muchas latas. Y una brocha también: la más grande que tenga -y Toño supo entonces que los ojos podían asombrarse.

- El señor quiere pintura. Quiere mucha, cualquiera.

- El señor tiene que ser atendido.

Y la ciudad gris lo dejó entrar con su desmesurado paquete; pesaba un pcoo, es cierto; pero qué importa: adentro había pintura, mucha pintura, pintura de todos los colores. Una larga fila de casas señoriales lo vio sacar latas verdes, rojas, azules, amarillas.

- Mamá ¿qué hace ese hombre?

El hombre hace algo y la gente empieza a preocuparse.

La brocha se hundió, y en la pared gris brotó una inaudita franja verde. Un señor se paró a mirar. La brocha, mientras tanto, había vuelto a hundirse: rojo, azul, amarillo, y la pared se iluminaba con un torbellino de manchas, cruces, jeroglíficos. Los hombres se paraban.

_ El tipo está loco.

- ¿Qué hace? ¡Está arruinando la pared!

- ¡Hay que hacer algo!

pero la brocha seguía -verde, rojo, azul- y cada sobretodo gris que se acercaba volvía llevándose el testimonio de un brochazo.

- Está borracho.

- Pero este tipo va a estropear toda la ciudad...

Y los ojos incrédulos, divertidos, furiosos, seguían la trayectoria de la brocha que caía sobre las baldosas, sobre las paredes, sobre las ropas, sobre ese indignado uniforme azul que se acercaba ahora.

Salpicando la vereda, la brocha de Toño cayó al suelo, porque dos manos le sujetaron las muñecas.

- Menos mal.

- También, si los dejan sueltos a todos éstos, estamos perdidos.

El indignado uniforme azul ya lo había alejado un buen trecho cuando Toño dio vuelta la cabeza. Allí, en medio del gris de la ciudad, había una pared enloquecida, y la gente gritaba, miraba, se reía, gesticulaba. No la iban a limpiar así nomás, ah no.

Y en camino, detrás de Toño, iba quedando una luminosa estela de colores.

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