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La fiesta propia - Entrevista de Laura Galarza para Página 12 - De colección

Cuando era una adolescente empezó a colaborar para El grillo de papel, la revista dirigida por Abelardo Castillo, quien con el tiempo sería uno de sus mejores amigos. Parte de los intelectuales que en los años ‘60 configuraban la escena cultural argentina desde los bares, Liliana Heker se constituyó en una voz única. En sus relatos, lo cotidiano y lo familiar se contaminan con lo siniestro pero también con la ternura; su voz puede ser cruel o brutal pero es siempre propia, reconocible. Alfaguara acaba de editar sus Cuentos reunidos: ella misma eligió el orden, la separación en secciones no cronológicas e incluir seis inéditos. Escribe en su nota de autora: “Preferí para el título el adjetivo ‘reunidos’ y no ‘completos’. No tengo el menor interés en completarme”. Así es su literatura: honesta, desafiante, diferente.

Por Laura Galarza - 22 de febrero 2017

Otoño, 1960. Ella tiene diecisiete años aunque por ser menuda aparenta menos. Durante una reunión de la noche anterior, ese desconocido le dijo que lo que ella escribía estaba bien, pero que en los cuentos la gente fuma, usa sombrero y tiene tos. Y ella se llenó de bronca. Ahí mismo decidió que iba a escribir un cuento. Cierra la puerta de su habitación mientras la casa sigue su ritmo de los sábados. Se sienta frente a la máquina de escribir y teclea: “A veces me da una risa”. Y ya no para.   

En la casa de Liliana Heker todavía está aquella máquina de escribir. Sobre una mesa baja, al lado del sillón. El impulso es estirar la mano pero la pieza valiosa se impone y hace que uno se contenga; el sol entra con fuerza desde la ventana que da a la calle Perú en el barrio de San Telmo. Acaba de editarse el volumen Cuentos reunidos (Alfaguara) que tienen un orden decidido por la propia Heker: no siguen la cronología, sino que se agrupan según, como dice ella misma en la nota de apertura, “ciertas recurrencias o roces tangenciales y construir con todos ellos una nueva totalidad”. Así están bajo “secciones” como “La fiesta ajena” y “Vida de familia”, por ejemplo. También hay algunos textos inéditos, seis en total. El prólogo es de Samanta Schweblin, que fue su alumna en su taller literario donde se formaron muchos de los más interesantes jóvenes escritores argentinos contemporáneos. El tema del día es que Donald Trump acaba de ganar las elecciones en Estados Unidos y la conversación va hacia ahí porque a Liliana Heker le importa hacia dónde va el mundo. Desde los diecisiete, cuando además de estudiar Física en la UBA, decidió que quería trabajar en El grillo de papel  –la legendaria revista dirigida por Abelardo Castillo– luego de leer aquel editorial que decía: “El arte es uno de los instrumentos que el hombre utiliza para transformar la realidad e integrarse a la lucha revolucionaria”. “Leí de parada en la librería Galatea porque no tenía dinero para comprar la revista y dije: esto es para mí. Con esa máquina que ves ahí, escribí la carta a la revista y un poema muy malo. La máquina era del novio de mi hermana, en aquel momento se la pedí prestada y hace dos años, cuando ellos hicieron una limpieza en su casa y la encontraron, me la traje.” Liliana Heker se queda contemplando ese objeto que condensa tanto. Después dice que no, que no tiene nada de meritorio esa determinación en alguien tan joven. “En los 60 no era extraordinario tener una posición política. En el 58 fue la derogación de la ley 1420 de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Con mis compañeras del Normal hacíamos piquetes para que nadie entrara al colegio. Después vino la Revolución Cubana. Mi generación tuvo un motivo real para optar ideológicamente. Creo que a los 12, cuando leí Los miserables, había optado.” Fue real, aunque tenga estatuto de mito, la anécdota que cuenta sobre un Abelardo Castillo de  24 años que acababa de publicar su primer cuento (“El marica”) y la llamó para decirle que el poema que había mandado a la revista era malo pero que la carta mostraba que era escritora. Le propuso encontrarse en el café Las Violetas porque el diagramador de la revista vivía en Almagro. “Fui con mi carpeta negra Rivadavia con las cosas que escribía. Horribles poemas cruza de Alfonsina Storni y Héctor Gagliardi. Había inventado un género literario, el túnguele, que tuvo un solo texto: ‘¿Te gustan las aceitunas?’. Ese fue el que sacó Abelardo de la carpeta. Ya tenía ojo. Lo comparó con Saroyan. Fue impresionante porque yo había leído a Saroyan. Ahí nomás me propuso ir a las reuniones de la revista en el Café de los Angelitos los viernes a la noche y fui.” Claro que para entender la dimensión de esa propuesta hay que recordar que en aquel tiempo el movimiento intelectual se gestaba en los bares. “Me encontré con que hablaban de ideología y discutían sobre escritores que yo no había leído. Borges, Sabato, Roberto Arlt, Sartre, Camus, Kafka. Después iba a la librería Fiorentino y pedía lo mejor de esos autores.”    

Y al poco tiempo escribiste tu primer cuento, “Los juegos”, con ese comienzo notable: “A veces me da una risa”.

–Todo ocurrió en poco tiempo. Entré a la revista en enero y escribí “Los juegos” en mayo. Tenía la sensación de que habían pasado diez años. Uno absorbe mucho a esa edad. No puedo analizar ese comienzo. Lo que sé es que me senté y sin vacilar escribí: “A veces me da una risa”. Ahí descubrí la ficción, qué es crear desde la voz y la experiencia de otro. Cuando frené y vi lo último que había escrito me di cuenta de que eso era un final. Fue el primer atisbo del oficio de escribir. Me sorprendió que en su hermoso prólogo Samanta Schweblin explique por qué en ese cuento descubrió talento innato. Se lo comenté a Abelardo por teléfono; le dije que yo no creía en absoluto tener talento innato. El me dijo, muy divertido: “seguramente tenías talento innato y después lo perdiste”. Capaz que es así.  

Hoy se aglutinan textos heterogéneos bajo el formato cuento. ¿Qué debe tener un cuento para ser considerado como tal?

–En un cuento se debe contar algo aunque en apariencia no haya historia. Hay un cuento de Benedetti –no me parece buen escritor pero tiene cuentos notables–, que es la mera descripción de una habitación. Sin embargo, a medida que se avanza, los objetos descubren una historia que culmina con un hallazgo. Si ese “va a pasar algo” no alienta en la superficie o en lo subterráneo, si no despierta esa expectativa primaria del “había una vez”, esa incomodidad de lo no resuelto, el texto falla. A uno le gusta que le cuenten, de ahí la vigencia del género, aunque en apariencia sea el que tiene menos posibilidades de innovación. Un montón de gente en una habitación esperando que ocurra algo que nunca ocurre, un chico buscando a su tortuga cuando la ciudad acaba de derrumbarse, eso es un cuento.          

¿Cómo fue la experiencia de volver a encontrarte con la totalidad de tus cuentos?

–Lo que tuvo de ventura fue buscar recurrencias, roces que podían ser tangenciales pero que se aglutinaban bajo algunos temas que son títulos de mis cuentos: “La fiesta ajena”, “Vida de familia” y “Arte Poética” (ahí incluí “Los juegos”, casi al final). Me gustó esa búsqueda, a veces de una situación más evidente y a veces de algo subterráneo que el lector podrá descubrir. En “Vida de familia” hay cuentos en los que la institución familiar aparece trastornada. Y en “Arte poética” puse “La música de los domingos”, donde en la añoranza del viejo por esos domingos de fútbol, hay un modo de la belleza. Cada sección tiene 14 cuentos (soy bastante obsesiva en algunas cosas) separados o unidos, según se lo mire, por una nouvelle. 

¿Qué podés comentar sobre los cuentos inéditos que se suman en el libro?

–No me resulta fácil comentar mis propios cuentos, sobre todo si son recientes; prefiero escuchar la impresión que han causado en otros.  De lo que puedo hablar es de la escritura. Me sentí singularmente libre durante la escritura de estos textos nuevos, autorizada a tentar otras posibilidades. Sobre todo con los cuentos breves, pero también con “Giro en el aire”, cuyo proceso de escritura fue bastante curioso. Eso no quiere decir que no haya corregido estos textos fanáticamente, como acostumbro. Ni que, en todos los casos, haya encontrado el camino en seguida. Es algo que tal vez tiene que ver con la manera de decir. 

UNA INFANCIA LITERARIA

Cerrás el libro con “La crueldad de la vida” que lleva la dedicatoria, “A mi madre a destiempo”. ¿Por qué la elección y por qué la dedicatoria?

—No es casual. Esa nouvelle es entrañable para mí desde la dedicatoria. Y la frase final no sólo cierra la narración: también le da un cierre al libro. “A destiempo” porque mi madre ya había muerto y en vida nunca le dediqué un texto. Supongo que le habría gustado que lo hiciera. Desde mi adolescencia y hasta que me fui de su casa nos peleamos mucho. Recién después, en esas visitas mías en que tomábamos mate con medialunas, pude verla como la persona extraordinaria que fue. Arbitraria y mágica. Traté de hacerle justicia en “La crueldad de la vida”.

La madre que aparece en tus cuentos cantando esas canciones con letras un tanto particulares mientras anda por la casa, ¿era tu madre en la vida real? 

–Así es. Sus canciones deben de haber sido uno de los motivos por los que me dediqué a la literatura. Ella era alegre y tenía una voz hermosa, parecida a la de Libertad Lamarque. ¡Pero las canciones eran de un dramatismo! Había una, “La cieguita”, que además al final se muere. Otra de un canillita, abandonado por su madre, que muere de hambre y de frío sin haber sabido lo que era el amor.  O “Mis harapos”, que dice: “Tengo un primo/ él es rico, poderoso, bien querido/ yo soy pobre, soy enfermo, pienso, escribo, y sé soñar”. Con una madre así, o me moría de tristeza o me hacía escritora. Los sábados iba al cine con mi papá, y los domingos a la mañana yo me metía en su cama y, mientras él le cebaba mate, ella me contaba las películas –casi todas  prohibidas y truculentas– con tanto realismo que años después, cuando las vi, podía recordar cada escena.  

Es muy literaria esta infancia.  

–Mis padres no fueron más que a la primaria pero estimularon muchísimo la lectura y el estudio en mi hermana y en mí, eran de una gran sensibilidad y sentido del humor. Mi madre imaginativa y mi padre tenía chispa y rapidez, un tipo fantástico, reservado y al mismo tiempo profundo, muy distraído (yo lo heredé), de volar, de no arraigarse a ningún trabajo. Eran especiales sin haber tenido posibilidad de desarrollar esas condiciones. De modo que las fomentaron en nosotras.

¿Tu padre te regaló una máquina de escribir antes de morir?  

–Los escritores con los que me reunía en El grillo de papel eran gente misteriosa para mi familia, en cafés que no eran recomendables. Hubo peleas donde defendí mi posición con uñas y dientes, fue una etapa difícil. Tuve una discusión muy dura con mi padre, en la que pude decirle qué era la escritura para mí, y hasta qué punto estaba decidida a seguir en ese camino. Y ocurrió algo extraordinario: mi padre creyó en mí y al día siguiente me trajo mi primera máquina de escribir. Una Olympia portátil. Al poco tiempo enfermó y murió. Yo tenía 18 años.

¿Es verdad que de niña no dormías de noche? 

–Sí, parece mentira ahora que duermo como un tronco. No me angustiaba ser insomne porque me daba libertad para imaginar sin que me cuestionaran mi inactividad. Me inventaba historias, algunas aterradoras. Y así como le pasa a la protagonista de “Los juegos”, a veces terminaba llorando como si lo que imaginaba fuera verdad.  

Contaste que tu madre dijo que si hubieses ido al psicoanalista no serías escritora.

–Mi madre dijo eso en la época que empezaron a mandar a los chicos al psicólogo. Yo me  bancaba bastante bien mi locura y es maravilloso que mi mamá haya tomado eso con tanta naturalidad. Un ejemplo: mis padres se iban al cine y nos dejaban a mi hermana de 10 y a mí de 4 años, y yo tenía miedo de que mi hermana se volviese loca y me mate. Mi mamá me habló. Y yo dije una palabra en Yidish que había escuchado en la casa de mis abuelos. Dije: Son meshigaces. Mi mamá se rio mucho porque meshigaz, quiere decir “locura”. Una vez que lo dije ya no tuve miedo. Y más tarde lo escribí en “Berkeley o Mariana del Universo”.

¿Dirías que tu hermana te introdujo en la lectura?

–Mi hermana leía y me atormentaba con preguntas. ¿Quién escribió La Ilíada? Y yo: Homero. ¿Quien escribió El Quijote? Cervantes. Y así. Un día me preguntó por La Divina Comedia. No sé, dije. Sos bruta, dijo. Yo era muy chiquita. Cuando aprendí a leer, leí solo sus libros. Después me independicé; ella, por ejemplo, nunca había leído a Salgari, y yo leí toda la serie de Los tigres de la Malasia. Mi hermana sigue siendo lectora y nos intercambiamos lecturas. Su vida fue más visiblemente ordenada que la mía; ella cumplió con las expectativas familiares. En cambio yo me ocupé en no cumplir con esas expectativas. Ella es de mis personas imprescindibles.

HACERLE FRENTE AL CAOS

En el estante sobre la computadora donde escribe Liliana Heker se alinean los lomos de la colección de obra reunida de Alfaguara que ella ahora integra junto a grandes escritores que van desde Faulkner a Cortázar; de Nabokov a Gambaro. Que el prólogo del libro lo escriba Samanta Schweblin –una de las mejores narradoras de la nueva generación– es un signo interesante y por qué no, conmovedor. Liliana Heker dicta su taller de narrativa desde el año 78 casi sin interrupciones. Con la salvedad del año sabático que se tomó en el 2009, (“porque convivir con la obra de los otros te quita la energía creadora”) para escribir lo que resultó La muerte de Dios, incluido también en el libro. “Al taller lo considero una parte muy importante de mi quehacer literario como lo fueron las revistas El grillo de papel, El escarabajo y El Ornitorrinco”, dice y nombra los escritores que pasaron por él y que aclara, algunos hoy son colegas y amigos. Guillermo Martínez, Inés Garland, Pablo Ramos, Alejandra Laurencich, Romina Doval, Margarita García Robayo, Mauricio Koch. Schweblin revela en el prólogo que a su primera clase de taller llevó galletitas porque así lo hacía en los anteriores a los que había concurrido. “En este taller no se come”, dijo Heker. Más tarde, recibiría otras lecciones: “Esto no es terapia, acá nadie viene a curarse.” “Las ganas de escribir vienen escribiendo.” Menuda pero implacable, así describe Schweblin a su maestra. 

Es claro todo lo que das en tu taller. ¿Qué te da ese espacio a vos? 

–Seguir el trabajo de otros –de ciertos otros–, ver cómo de una idea borrosa sale un cuento o una novela notable, cómo alguien va descubriendo su mundo y la forma de revelarlo, me provoca una alegría muy singular y crea entre el otro y yo una corriente de afecto y entendimiento que no se parece a otras y que suele ser perdurable. Tuve la suerte no sólo de tener un maestro de excepción como Abelardo Castillo sino de haber convivido en las reuniones del Tortoni con Ricardo Piglia, Miguel Briante, Juan Martini, Humberto Constantini. En esas mesas multitudinarias leíamos nuestros cuentos y nos criticábamos fervorosa y encarnizadamente. Esas críticas actuaron en mí como un catalizador, me permitieron aprender –ver de un golpe– ciertos secretos del oficio. Dar taller es un modo de dar a otros lo que recibí. 

Le agradecés especialmente a Castillo en el libro y decís que conversar con él te alegra para toda la semana. ¿Cómo son esas conversaciones?

–En general son conversaciones telefónicas. A Abelardo no le gusta salir mucho. Y pueden abarcar desde literatura o política hasta un torneo de tenis o la noticia de un mono que predice el futuro. Mantenemos discusiones barrocas pero que, para mí, son movilizadoras. Abelardo tiene esa característica: dice algo que parece arbitrario o irritativo pero, por algún costado, está tocando fondo en la cuestión; está revelando algo que una se niega a ver. Cuando yo era adolescente y estudiaba Física, me discutía sobre ciencia y eso despertaba en mí instintos asesinos. Pero conseguía mover la estantería de mis “conocimientos intocables”. Además tiene humor. Por ese lado nos entendemos. No es casual que el humor siempre haya estado presente en nuestras revistas.

¿Cómo ves el rol de la literatura, de los intelectuales en general en el mundo actual?

–Separemos. Escritores excelentes sigue habiendo y la literatura, como siempre, sigue llegando solo a una minoría. El cambio se da por el lado de los intelectuales: casi no tienen peso en la actualidad. En los 60 el mundo era pensado, y ese pensamiento gravitaba en la realidad. Si Sartre hacía una declaración en París se discutía en todos los cafés de Buenos Aires. Me pregunto si el mundo era más sencillo o yo era más ingenua. Creo que ambas cosas. Una revolución en Latinoamérica, movimientos de liberación en el Tercer Mundo, eran un marco nítido para las opciones ideológicas. El mundo actual debe ser pensado desde su nueva complejidad, nos guste o no esa complejidad. No soy nostálgica ni pesimista, aunque debería serlo un día como hoy en que acaba de ganar Donald Trump y a menos de un año de que, en Argentina, haya ganado un candidato cuya cualidad más visible era la de ser hijo de uno de los exponentes más emblemáticos del capitalismo salvaje. ¿Por qué ocurrió? ¿Desde dónde pensarlo? Esa perspectiva no cambió para mí: sigo creyendo en una sociedad en la que todos puedan desarrollarse, trabajar y tener cubiertas sus necesidades materiales e intelectuales. ¿Un mundo socialista? Sí. Aunque ni siquiera me atrevería a decirlo sin haber fijado antes un contexto. Cuando nuestro ministro de Cultura puede decir que el Pro proviene de los Beatles y el Che Guevara, yo siento que las palabras han perdido su sentido. Y eso es grave. Que los gobernantes tengan asesores de imagen que les indican qué les conviene decir y hacer en cada caso (como la publicidad cuando nos quiere vender un producto) implica una degradación del pensamiento y de la ética. Creo además que los medios de difusión han reemplazado al pensamiento intelectual. Mientras tanto siguen existiendo, y cada vez con mayor brutalidad, la injusticia social y la desigualdad de oportunidades que a mí me hicieron de izquierda. Lo que no veo, lo que debería ser pensado desde esta nueva –insoportable– circunstancia , son los caminos para cambiar el curso de la historia.  

¿Qué estás leyendo?  

—El libro de la almohada, de Sei Shônagon, una verdadera  precursora. Y Black Out, de María Moreno, un libro que me fascina por varias razones. Acabo de leer en pruebas No hay risas en el cielo, el primer libro de Ariel Urquiza, fuerte y notable. Un libro que me deslumbró fue Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlín. Pese a la vida durísima que llevó, no es sombría; una descubre en sus cuentos su pasión de vivir. 

En uno de tus cuentos decís: “Lo lindo no es que las cosas pasen, sino querer que pasen”. ¿Qué deseas que suceda hoy?   

–Seguir teniendo ganas. De escribir, pero no sólo de escribir. Tengo la suerte de disfrutar de muchas cosas. Me encanta leer, comer de todo, compartir cada día con Ernesto, con quien atravesamos situaciones complicadas de las que salimos airosos a fuerza de amor y de humor, estar con amigos o con mi familia, estar sola, caminar, jugar al tenis, estar con mis gatos. 

¿Estás escribiendo?

–Tengo varios cuentos a medio camino y una novela en estado de nebulosa. Igual, sé que los períodos de tranquilidad que añora un escritor son altamente improbables, así que un día de éstos pongo primera y le hago frente al caos.


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