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Peces, dardos o relámpagos, o una visita a Liliana Heker


ENTREVISTA A LILIANA HEKER por Fernando Manzini

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Peces, dardos o relámpagos, o una visita a Liliana Heker

Muchos otros escritores ya habían hablado (acaso envidiosamente) de su vitalidad, esa especie de fuerza inquieta o vibración física que le despunta en todo lo que hace: en cada gesto, en cada palabra hablada o escrita. Nos acordamos de la primera vez que la vimos: apenas nos hizo falta una sola sonrisa suya para darnos cuenta. Esta mujer nos lleva cuarenta años pero está más viva que nosotros, nos dijimos. Esta mujer está tan viva que a donde meta un dedo en un balde, materializa el agua y un pez. La metáfora es rara, pero de algún modo cierta: sean peces, dardos o relámpagos, no hay casi movimiento suyo que no genere algo, que no cree algo nuevo. Nada de lo que esta mujer dice o hace lo deja a uno indiferente. Sus expresiones inquietan, conmueven o fulminan, pero nunca pasarán inadvertidas. Es tiempo de confesarlo: estamos haciendo trampa. Porque además de haberla entrevistado sucede que somos sus alumnos y de la Liliana que hablamos es esta otra, la secreta, la que en el living de su casa nos mira entre apasionada y grave desde su banquito de madera dispuesta a saltar sobre nosotros cuando algo no funciona: “La literatura no entretiene: conmueve”; “Los personajes no deben ser pintorescos sino significativos”; “¡Arruinaste otra vez ese final!”; “Hay que entender cada historia según lo que tenga para contar y no según lo que uno quiera escuchar”. Y cada reto suyo se acompaña de un ademán enfático que agita, tajea o aniquila. Peces, dardos o relámpagos.

Ésta es la Liliana que vinimos a visitar a su casa hoy, 5 de abril de 2017, para hablar durante más de una hora sobre las revistas literarias en las que participó, sobre su obra, sobre su formación artística y sobre los talleres literarios que coordina desde hace más de treinta años. Esta vez no se sentó en ningún banquito de madera y tampoco estuvimos en su living, pero ella siguió igual que siempre con su memoria implacable, su lucidez feroz y tan viva que daba miedo.

Las revistas literarias

GdP: De adolescente habías empezado a estudiar Física y a los 16 años entraste a El grillo de papel. ¿Cómo fue esa experiencia?

 

L.H.: Sí. Entré a la revista al mismo tiempo que empecé a estudiar Física. El ingreso a Exactas era maravilloso en esa época. Aprobé todas las materias del ingreso y al mismo tiempo busqué revistas literarias con la idea de incorporarme a una. Descarté muchas por reaccionarias o por aburridas y elegí esa revista dirigida por cuatro absolutos desconocidos que fue El grillo de papel. Hice cuatro años de la Facultad, pero ya desde el comienzo estuve tironeada por ese mundo fascinante de la literatura. Le agradezco mucho a la ciencia porque me dio una formación y una cantidad de conocimientos que sin duda me constituyen y que incluso aparecen en mi literatura, pero yo personalmente no tenía nada que crear ahí. En cuanto a la revista, bueno, en aquel momento los directores de El grillo de papel eran Abelardo Castillo y Arnoldo Liberman. Abelardo Castillo era la conciencia de la revista, el que le daba su lineamiento intelectual y estético. Pero Arnoldo Liberman fue sin duda el que hacía posible la revista desde lo práctico. Ahora, roles específicos… No… Se trabajaba a destajo. Una revista no es solo trabajo intelectual, sino también mucho trabajo físico. Mi primera tarea literaria fue por ejemplo vender revistas en la playa. Me acuerdo que fue en unas vacaciones en Santa Teresita, yo estaba con una amiga y asumí ese mandato con mucho compromiso. Vendía la revista carpa por carpa. Me acuerdo que esta amiga (se llama Renata) me preguntó ¿Vos estás segura que la revista te necesita? Y yo le respondí que no, que en todo caso era yo la que necesitaba a la revista. Después empecé a recibir encargos que por supuesto estaban bastante por encima de mis posibilidades. Mis primeros artículos críticos fueron terribles.

 

GdP: ¿Te acordás sobre qué libros?

 

L.H.: Sí, uno de Luisa Mercedes Levinson, que nunca se publicó. Y el otro era un ensayo de Noé Jitrik sobre Horacio Quiroga.

GdP: Casi todos los escritores de las revistas literarias en las cuales participaste llegaron a ser voces notables dentro de la literatura nacional y lograron publicar sus obras en las editoriales más prestigiosas. ¿Cómo te explicas este hecho? ¿Pensás que el trabajo interno en estas revistas tuvo algo que ver con ese logro?

 

L.H.: En principio, no creo que sea azar el hecho de que varios que empezamos escribiendo en esas revistas después siguiéramos escribiendo y existamos todavía en la literatura. Creo que eso de algún modo ya estaba planteado desde el primer número de la primera revista, en el editorial. Decíamos que la literatura para nosotros no era un medio de vida sino un modo de la vida. Nos posicionábamos como revista de izquierda, pero al mismo tiempo decíamos que la literatura ya era un modo de cambiar el mundo. Vale decir que aquellos que elegimos la revista ya coincidíamos en algo esencial, que es ese doble compromiso: el compromiso con la realidad y el compromiso con la escritura. De todos modos, y esto ustedes ya lo deben saber, por una revista literaria pasa mucha gente y no todos persisten. Hay gente que entra, trabaja un tiempo y luego se retira y se dedica a otra cosa. Los nombres que quedaron son los nombres que existen. Uno dice, sí, Piglia empezó publicando en la revista, Briante empezó publicando en la revista, Isidoro Blaisten empezó a existir como cuentista a través de los tres cuentos con que ganó el tercer concurso de cuentos de El Escarabajo de Oro[1], Alejandra Pizarnik, Irene Gruss, Bernardo Jobson también empezaron publicando con nosotros. La impresión, en conjunto, es descomunal. De todos modos, repito: fueron muchos los escritores que empezaron publicando con nosotros pero no todos siguieron escribiendo.

 

GdP: Recién hablaste del compromiso intelectual de los escritores de tu generación. Da la sensación de que ese compromiso, en la actualidad, está un poco debilitado…

 

L.H.: Yo creo que el peso de los intelectuales en la época actual es absolutamente menor que el que tenían en los años 60’, cuando el compromiso intelectual no solo con la realidad nacional sino también con la internacional era un mandato. Siempre hay excepciones, obviamente, pero como característica generacional, eso no existe. En los sesenta y a principios de los setenta el compromiso ideológico era realmente muy fuerte. La revolución cubana había sucedido hacía muy poco y eso pesó sobre nosotros. Después se fueron dando múltiples movimientos revolucionarios en América Latina y en el Tercer Mundo en general, y eso hizo que nos sintiéramos en un mundo en transformación ante el cual necesitábamos imperativamente tomar partido. Este mundo actual en el que estamos viviendo por supuesto merece y necesita ser pensado, pero todavía ese pensamiento es muy caótico. Supongo que en algún momento se irá orientando, pero todavía no se nota como fenómeno general y abarcativo esa necesidad de tomar partido.

GdP: Esa falta de compromiso actual: ¿tendrá que ver quizá con el hecho de que las ideas, las opciones y los enemigos están menos claros que antes?

 

L.H.: Hay varias cosas. Por un lado, hay un solo bloque, que es el capitalismo, que está más desembozado que nunca. Que un presidente como Trump se permita echar a todos los inmigrantes y se permita construir un muro, parecen hechos inconcebibles de hacerse públicos. Bush no debía ser menos reaccionario que Trump, pero creo que a tanto no se animaba. Entonces, hoy no hay contrapeso. Estamos ante un poder cada vez más concentrado y reaccionario. Supongo que, con el tiempo, se irán generando anticuerpos.  Estamos ante una situación particularmente crítica, difícil de entender y de aceptar.

GdP: Siguiendo con las influencias ideológicas, una muy fuerte para tu generación seguramente fue la del existencialismo.

 

L.H.: Absolutamente. Sartre tuvo una influencia fundamental en los escritores de los 50’ y los 60’. Uno podría decir: ahora no nos comprometemos porque nos falta un Sartre. Pero el proceso que dio lugar a Sartre fue dialéctico. Más allá de su excepcionalidad, el tiempo histórico encauzó su comportamiento y su pensamiento. Creo que, a su vez, influyó de manera decisiva en la praxis y el pensamiento de su tiempo. Thomas Mann también influyó con su humanismo, aunque de una manera distinta a la de Sartre. Es muy difícil detectar en este momento intelectuales como Sartre o como Thomas Mann.

Gdp: Hoy un tipo muy polémico y muy controversial es por ejemplo Houellebecq. Pero pareciera que sencillamente se limitara a polemizar…

 

L.H. Yo creo que no se polemiza. Hay más bien una tendencia a escandalizar. Para polemizar hay que tener una ideología muy fuerte, pero sobre todo hay que estar abierto al pensamiento de los demás, hay que tomarse el trabajo de entender las ideas del otro, sin eso no hay polémica posible. Este fue un país muy rico en polémicas. Hubo polémicas en los años 40’, hubo polémicas en los 60’ y los 70’. Ahora, o se agravia o se es indiferente, que también es una forma del agravio. Cuando yo, por ejemplo, polemicé con Cortázar, muchos dijeron que cómo iba a disentir con él. Pero: ¿por qué no voy a poder disentir? Si nos apasionamos por una idea, estamos vivos, y eso es fundamental en un tiempo de muerte. Yo defendía nuestra posición de resistencia y nuestro derecho a quedarnos en el país en el peor período de la dictadura. Uno no polemiza con su enemigo. Yo no podía polemizar con Videla o con Pinochet, pero sí podía polemizar con Cortázar, al que admiré y sigo admirando como escritor y que llegó a ser incluso un amigo personal.[2]

 

GdP: Pareciera que en esta falta de polémica en el panorama actual mucho tiene que ver también cierto relativismo imperante que neutraliza todos los valores y hace que nadie se anime a tomar posición por nada.

 

L.H.: Creo que es una comodidad.  Aunque tal vez sea desconcierto. Pero todos tenemos una ideología de base. Debemos ser unos cuantos los que creemos que un mundo digno y aceptable y del que no nos avergonzaríamos sería aquel en el que todo individuo tenga derecho a la alimentación, al trabajo, a la educación. Cuando vos sentís que el tipo que está durmiendo en la calle es tu semejante, vos vas a querer cambiar eso porque te avergüenza. 

Formación artística

GdP: Pasamos de las influencias ideológicas a las artísticas. En tu libro Las Hermanas de Shakespeare tenés un apartado que titulaste Los Maestros y ubicás ahí a Sarmiento, a Borges, a Arlt, a Cortázar. ¿Esos maestros son tus maestros? ¿Cuánto tuvieron que ver esos autores en la construcción de tu prosa?

 

L.H.: En la literatura argentina los escritores fundantes son tres: Borges, Marechal y Arlt. Para mí Roberto Arlt es el mayor escritor argentino. Un tipo que de la nada (no pudo haberlo leído a Sartre) inventa él solo acá y con su tercer grado el existencialismo. Hay muchas coincidencias entre algunas escenas de Los siete locos y otras de La náusea o de Los caminos de la libertad, por ejemplo. Marechal es un escritor enorme. El Adán Buenosayres usa, por primera vez en nuestro país, nuestra lengua en todo su registro, desde lo más clásico hasta el lunfardo. Hay que animarse a terminar una novela impresionante como Adán Buenosayres con la frase: “solemne como pedo de inglés”. Marechal fue un transgresor en todos los sentidos. Fue peronista en una época donde el ambiente intelectual argentino era de un antiperonismo enfermizo. Siempre lo marginaron por sus ideas y también por sus novelas. El  único que, en su momento, entendió el Adán fue Cortázar. Y el tercer maestro fue Borges. Borges maneja la sintaxis y el lenguaje como nadie en lengua española. Son tres grandes escritores, distintos. Creo que nuestra literatura proviene de ellos tres.

 

GdP: Sabemos que a Arlt no pudiste haberlo conocido y que a Borges lo llegaste a entrevistar. ¿Lo conociste a Marechal?

 

L.H.: Mucho. Marechal nos quería de verdad a todos los integrantes de El escarabajo de oro. Él nos recibía los miércoles en su casa y era un ser extraordinario. Fumaba su pipa, que se llamaba Elsinor, y parecía que estaba por encima del bien y del mal. Tenía un enorme sentido del humor. Era una gran persona.

 

GdP: Recién hablaste de tu formación científica paralela a tu entrada a la literatura. ¿Vos sentís que esa formación científica influyó en tu oficio de escritora?

 

L.H. Yo creo que uno es todo lo que ha aprendido. Cierta manera de razonar y de usar la lógica me llevó a estudiar Exactas por cuatro años. Eso me constituye. Y creo que esa formación científica me marcó por lo menos en dos sentidos. En primer lugar, como experiencia. En algunas ficciones, esa experiencia aparece. Por ejemplo en “Vida de familia”, en Zona de clivaje y en El fin de la historia. En segundo lugar, como formación. Hay una manera de pensar y de desarrollar las ideas (como decía Descartes: “Clara y distinta…”) que son típicamente científicas y que a veces se pueden advertir en mis ensayos. Y también, tal vez, en el trabajo oculto de estructurar un cuento o una novela. Siempre pensé que era afortunada por contar con esa formación que de alguna manera equilibra una zona mía muy caótica. Hay una acción recíproca entre el caos de la realidad (en el que entra por supuesto el caos personal) y la posibilidad de darle un cierto ordenamiento.

 

Obra

GdP: Yendo ahora a tu literatura, un recurso que observamos con frecuencia es el del humor. Lo encontramos por ejemplo en La crueldad de la vida, en Don Juan de la Casa Blanca[3] y en muchos otros cuentos. ¿Es el humor, en tu caso, una decisión deliberada para transitar las zonas más oscuras del alma humana?

 

L.H.: No es deliberado: el humor, sin duda alguna, me constituye. Creo que está presente en mi vida cotidiana y que, por ejemplo, nos ha permitido a Ernesto y a mí sobrevivir a momentos muy difíciles. Sucede y se cruza incluso en aquellos textos que no son para nada cómicos: vos acabas de citar dos de ellos. Si alguien carece de humor, algo muy fuerte le está faltando.

GdP: Otro de los tópicos frecuentes de tus libros (pensemos en los personajes femeninos de Don Juan de la Casa Blanca, “Los que vieron la zarza”, “Casi un melodrama” y Zona de clivaje)  es el impulso femenino hacia un modelo de hombre desaforado y vehemente hasta el desequilibrio. Las protagonistas se enamoran invenciblemente de hombres apasionados y luego terminan padeciendo los avatares de esta pasión. ¿Cómo si tuvieran que pagar un precio alto en su opción por la belleza?

 

L.H.: Pagar el precio, hasta por ahí nomás. En Zona de Clivaje, por ejemplo, lo que termina por asumir la protagonista es la soledad. En “Don Juan de la Casa Blanca” me interesaba enfocar el conflicto del alcohólico pero desde la perspectiva de su mujer, que no puede estar fuera del conflicto pero tampoco dentro de él. En “Casi un melodrama”, no creo que la protagonista se deje atrapar por el varón, sino todo lo contrario: ahí la mujer es el personaje fuerte, quien termina decidiendo por todos. En “Los que vieron la zarza” me propuse contar, desde todos quienes lo rodean, el drama de un hombre (el boxeador), que elige un alto destino y se da de cabeza contra ese propósito. No se trata de los mismos casos. A veces, premeditadamente, me interesa ese rol de la mujer en tanto “mujer de”. Pero en general las mujeres que yo escribo terminan, de una u otra manera, desligándose de aquello que las ata.

 

GdP: Otro de los temas que recorren frecuentemente tus libros (pensemos por ejemplo en “Yocasta”, en “Vida de Familia”, en “Casi un melodrama”), es el tratamiento del concepto de familia como entidad aplastante de los individuos que la integran. ¿Consideras  esto como una preocupación importante dentro de su literatura?

 

L.H.: Me interesa la familia como mundo. Eso que en apariencia es considerado muy normal, pero que en su interioridad muestra fisuras y a veces se desliza hacia la locura, hacia el horror o hacia el desorden total. Me interesa el mundo familiar porque, aunque pequeño, me permite mostrar grietas, contradicciones, que están en la base del orden burgués.

G.d.P: Otro de los temas recurrentes en tu obra es el de la soledad como espacio de libertad, como lugar constitutivo de cualquier aspiración creativa. ¿Qué relevancia tiene la soledad en tu obra?

 

L.H.: Yo creo que la soledad es un espacio de libertad. En Zona de Clivaje eso está explícito: ser libre es saber –animarse a- ser solo. También tengo un texto sobre el acto de leer en donde digo que los libros nos permiten ser solos, y quien sabe ser solo, sabe ser libre. Cuando hablo de soledad no hablo de una soledad puramente física, hablo de saber ser solo en todos los aspectos. Se ve en las parejas. Las mujeres que no saben ser solas terminan formando parejas por desesperación. Quien sabe ser solo, sabe también estar acompañado. Saber ser solo es la primera condición de la libertad.

 

G.d.P: ¿Es la literatura un modo de dejar de estar solo?

 

L.H.: La lectura, seguramente sí. No me lo planteo respecto de la escritura. Cuando estoy escribiendo, la realidad, mi vida se me ordenan alrededor de ese acto. No me lo planteo como una manera de atenuar la soledad.

G.d.P: En tu libro Las Hermanas de Shakespeare dijiste que “Lo femenino y lo masculino no son atributos literarios. El sexo de un autor pesa sin dudas en sus ficciones, como pesa su origen, su experiencia o su neurosis. Nunca es el único determinante de su escritura”.  Sin embargo, cuando uno te lee siente que si no fueras mujer se perdería una gran parte del mundo que justamente nos revelás por tu condición femenina.

 

L.H.: No hay ninguna contradicción en eso. Yo creo que todo escritor, sea hombre o mujer, escribe desde el cruce de todo lo que lo constituye. El género al que pertenezco me constituye como me constituye haber nacido en Argentina, haber estudiado Física, ser petisa, todo eso es lo que me  hace ser lo que soy. Es cierto que la gran mayoría de mis personajes son mujeres, porque me resulta más natural. Pero cuando necesito que ese personaje sea un varón, también puedo hacerlo. La razón por la cual un personaje termina siendo hombre o mujer tiene que ver con muchas decisiones que uno toma alrededor de un texto. Yo no escribo LA MUJER, ni pretendo hacerlo. El personaje femenino de “Giro en el aire” no tiene nada que ver con el personaje femenino de “Cuando todo brille”, por ejemplo.

G.d.P: ¿Pero podría decirse, al menos, que en tus libros arrojás una visión femenina del mundo?

 

L.H.: No. Yo no sé qué es una visión femenina del mundo. No existe LA MUJER, existen mujeres. La mirada de Proust: ¿es más masculina que la de Flannery O’Connor? Esa minuciosidad con la que narra Proust correspondería a lo que mal se considera lo femenino. Esa dureza de Flannery O’ Connor y ese sentido del humor a veces despiadado correspondería a lo que se considera lo masculino. Pero creo que no es así. Creo que todos nosotros, hombres y mujeres, tenemos sensibilidades diversas y no existe de manera categórica lo masculino y lo femenino.

G.d.P: A lo largo de casi toda la serie protagonizada por Mariana y su Hermana Lucía, la memoria es un espacio que se piensa en permanente construcción. En este sentido ¿En tu obra la memoria es un factor vital que entiende al pasado como algo que se construye en el presente y, en efecto, es capaz de transformarlo?

 

L.H.: Así es. Tengo memoria desde mis tres años. Eso me ha hecho reflexionar mucho sobre la memoria y sobre el peso que tiene en mí y en mi obra. Creo que el recuerdo es fugaz, puede ser algo muy bello pero puntual. La memoria, en cambio, es una gran construcción. Uno construye su memoria como construye una novela. Uno a posteriori le da significación a ciertos hechos. Eso se ve muy claro en Las palabras de Sartre[4]. De niño, su familia le había hecho creer que era hermoso. Sin embargo, un día le cortan el pelo (tenía rulos dorados) y cuando se ve en el espejo se reconoce feo. Sartre después va a explicar ese momento en que se vio en el espejo de un modo tal que parece estar descubriendo, en ese preciso instante,  toda la filosofía sartreana: el ser para el otro, el ser para sí. Sin dudas no fue así, pero la construcción que hace Sartre tiene esa significación. No me importa la memoria en su sentido puramente mecánico (evocación de números de teléfono, de fechas), pero sí me importa el trabajo que hago sobre lo que recuerdo, sobre los episodios de mi memoria. Por ejemplo, cuando yo tenía cuatro años  daba vueltas en el patio de mi abuela y me contaba historias. Una vez Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre me invitaron a su programa de radio[5] y me preguntaron cuándo empecé a escribir. Yo les contesté que empecé a escribir a los cuatro años, cuando daba vueltas por el patio de mi abuela y me contaba historias. Es decir, ahí le empecé a dar un valor a ese recuerdo que, desde entonces, es muy lindo. Es fundante para mí. A eso aludo cuando hablo del trabajo con la memoria. Porque tener memoria es, bueno, una habilidad más como puede ser la de mover las orejas, por ejemplo. Pero me interesa hasta qué punto puedo trabajar con la memoria y eso me modifica y participa en mi literatura. Muchos de los episodios que escribo salen de mi memoria y emergen a veces como cuestión central y a veces como una mínima situación.

 

G.d.P: Generalmente –y sobre todo en las solapas de tus propios libros de cuentos- se te señala como continuadora de la tradición narrativa norteamericana. ¿Estás de acuerdo con este señalamiento? Si es así: ¿con qué figuras dentro de esta tradición te sentís más identificada?

 

L.H.: No soy yo la más indicada para decir con qué se me puede identificar. Me fascina la narrativa norteamericana. Creo que son maestros de la narrativa y hay varios narradores norteamericanos que me parecen extraordinarios, empezando por el que fue mi primera influencia, William Saroyan. Pero después están Cheever, Salinger, Hemingway, Flannery O’Connor, Katherine Porter, Carver: son realmente grandes maestros de la narrativa. Igual, lo que yo considero los Grandes Maestros son Maupassant, Chejov, Poe. Y en mí, sin dudas influyeron más Maupassant y Chejov que Poe. 

Los talleres literarios

G.d.P: En tu ensayo Los talleres literarios[6] dijiste que el taller literario no convierte a nadie en escritor y que lo único que se puede hacer por el aspirante en formación es acelerar o catalizar ciertos aprendizajes para conseguir que “…aquello nebulosamente significativo o intenso en mi interior lo sea también a la luz de las palabras”. Primero: ¿en qué consiste eso que el taller no puede enseñar y que a falta de una mejor palabra podríamos llamar “talento”? Segundo: si para poder escribir algo con cierta luminosidad lo tengo que percibir antes dentro de mí mismo: ¿es el problema de la creación literaria, antes que cualquier cosa, un problema de autoanálisis?

L.H.: No sé si es un trabajo de autoanálisis. Si una persona es intensa, es intensa. Lo es mientras camina por la calle o mientras mira a sus semejantes. Eso es lo que yo digo que el taller no te puede dar. La visión del mundo, la sensibilidad, esas cosas se tienen o no se tienen. Uno no puede decir: “Ahora que quiero ser escritor, voy a tratar de ser intenso”. O lo sos o no lo sos. O tenés un mundo que te importa expresar o no lo tenés. Esa intensidad no es privativa de los escritores, pero algunas de esas personas intensas además quieren escribir. Bueno, con esas personas yo puedo trabajar, porque tienen un mundo que desean expresar. Si alguien tiene algo para decir, yo puedo ayudarlo a que encuentre sus palabras. Le puedo enseñar a que aprenda a trabajar. Un ejemplo de esto que digo es el de Máximo Chehin, que acaba de ganar el Premio de la Fundación El Libro. Él vino al taller durante tres años, fue parte de un grupo hermoso en el que estaban, entre otros, Samanta Schweblin, Margarita García Robayo, Gerardo Quirós, Romina Doval, Roni Bandini. Él mismo explica que al principio escribía cosas que no lo conformaban y que después empezó a ver en el taller la posibilidad de buscar sus palabras, de corregir veinte veces algo hasta que fuera lo que él quería que fuera. Eso es lo que yo puedo ayudar a que el otro encuentre y aprenda. Uno no le puede enseñar a alguien a ser escritor, no hay ninguna manera. Cada uno trae lo que trae. Yo puedo ayudarlo a que aprenda el oficio, con todo lo diverso que ese oficio implica..

G.d.P: Samanta Shweblin te cita en el prólogo de tus Cuentos Reunidos, a propósito de tu taller literario: «Esto no es terapia, acá nadie viene a curarse».»Si estuviéramos cuerdos no escribiríamos». «Las ganas de escribir vienen escribiendo. ¿Qué es eso de esperar a que todas las condiciones externas sean ideales? Uno escribea pesar de lo que pasa y acerca de lo que pasa». En este sentido: ¿debe el escritor hacerse de un rigor espiritual para ir a contrapelo de su propia experiencia? 

L.H.: No se puede generalizar al respecto. Hay escritores que escriben sobre cosas que ven a su alrededor, hay otros que amplifican pesadillas o terrores, otros no pueden salir de su historia personal. En realidad, eso no importa para nada. Lo que importa es qué hace cada uno con esa parcela sobre la que quiere escribir. No hay generalidades. Sí creo que el taller no es un lugar de terapia y también creo, fervorosamente, que si uno estuviese totalmente cuerdo no escribiría. Porque para poder escribir hay que experimentar el desequilibrio. Si uno sintiera en su interior que todo alrededor marcha como tiene que marchar, no tendría la menor necesidad de escribir. Lo maravilloso que tiene la literatura es que uno, con todo lo que está mal tanto afuera  como en su propio interior, puede generar un objeto que tiene sentido. Es algo extraordinario. Con todo lo que no tiene sentido uno puede generar objetos que sí lo tienen. Eso es lo maravilloso.

Entrevista por Fernando Manzini y Tomás Mendez

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