ENTREVISTA A LILIANA HEKER por Fernando Manzini
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Peces, dardos o relámpagos, o
una visita a Liliana Heker
Muchos otros escritores ya
habían hablado (acaso envidiosamente) de su vitalidad, esa especie de fuerza
inquieta o vibración física que le despunta en todo lo que hace: en cada gesto,
en cada palabra hablada o escrita. Nos acordamos de la primera vez que la
vimos: apenas nos hizo falta una sola sonrisa suya para darnos cuenta. Esta
mujer nos lleva cuarenta años pero está más viva que nosotros, nos dijimos.
Esta mujer está tan viva que a donde meta un dedo en un balde, materializa el
agua y un pez. La metáfora es rara, pero de algún modo cierta: sean peces,
dardos o relámpagos, no hay casi movimiento suyo que no genere algo, que no
cree algo nuevo. Nada de lo que esta mujer dice o hace lo deja a uno
indiferente. Sus expresiones inquietan, conmueven o fulminan, pero nunca
pasarán inadvertidas. Es tiempo de confesarlo: estamos haciendo trampa. Porque
además de haberla entrevistado sucede que somos sus alumnos y de la Liliana que
hablamos es esta otra, la secreta, la que en el living de su casa nos mira
entre apasionada y grave desde su banquito de madera dispuesta a saltar sobre nosotros
cuando algo no funciona: “La literatura no entretiene: conmueve”; “Los
personajes no deben ser pintorescos sino significativos”; “¡Arruinaste otra vez
ese final!”; “Hay que entender cada historia según lo que tenga para contar y
no según lo que uno quiera escuchar”. Y cada reto suyo se acompaña de un ademán
enfático que agita, tajea o aniquila. Peces, dardos o relámpagos.
Ésta es la Liliana que vinimos a visitar a su casa hoy, 5 de abril de 2017, para hablar durante más de una hora sobre las revistas literarias en las que participó, sobre su obra, sobre su formación artística y sobre los talleres literarios que coordina desde hace más de treinta años. Esta vez no se sentó en ningún banquito de madera y tampoco estuvimos en su living, pero ella siguió igual que siempre con su memoria implacable, su lucidez feroz y tan viva que daba miedo.
Las revistas
literarias
GdP: De adolescente habías empezado a estudiar Física y a los 16
años entraste a El grillo de papel. ¿Cómo fue esa experiencia?
L.H.: Sí. Entré a la revista al mismo tiempo que empecé a
estudiar Física. El ingreso a Exactas era maravilloso en esa época. Aprobé
todas las materias del ingreso y al mismo tiempo busqué revistas literarias con
la idea de incorporarme a una. Descarté muchas por reaccionarias o por
aburridas y elegí esa revista dirigida por cuatro absolutos desconocidos que
fue El grillo de papel. Hice cuatro
años de la Facultad, pero ya desde el comienzo estuve tironeada por ese mundo
fascinante de la literatura. Le agradezco mucho a la ciencia porque me dio una
formación y una cantidad de conocimientos que sin duda me constituyen y que
incluso aparecen en mi literatura, pero yo personalmente no tenía nada que
crear ahí. En cuanto a la revista, bueno, en aquel momento los directores de El grillo de papel eran
Abelardo Castillo y Arnoldo Liberman. Abelardo Castillo era la conciencia de la
revista, el que le daba su lineamiento intelectual y estético. Pero Arnoldo
Liberman fue sin duda el que hacía posible la revista desde lo práctico. Ahora,
roles específicos… No… Se trabajaba a destajo. Una revista no es solo trabajo
intelectual, sino también mucho trabajo físico. Mi primera tarea literaria fue
por ejemplo vender revistas en la playa. Me acuerdo que fue en unas vacaciones en
Santa Teresita, yo estaba con una amiga y asumí ese mandato con mucho
compromiso. Vendía la revista carpa por carpa. Me acuerdo que esta amiga (se
llama Renata) me preguntó ¿Vos estás segura que la revista te necesita? Y yo le
respondí que no, que en todo caso era yo la que necesitaba a la revista.
Después empecé a recibir encargos que por supuesto estaban bastante por encima
de mis posibilidades. Mis primeros artículos críticos fueron terribles.
GdP: ¿Te acordás sobre qué libros?
L.H.: Sí, uno de Luisa Mercedes Levinson, que nunca se publicó.
Y el otro era un ensayo de Noé Jitrik sobre Horacio Quiroga.
GdP: Casi todos los escritores de las revistas literarias en las
cuales participaste llegaron a ser voces notables dentro de la literatura
nacional y lograron publicar sus obras en las editoriales más prestigiosas.
¿Cómo te explicas este hecho? ¿Pensás que el trabajo interno en estas revistas
tuvo algo que ver con ese logro?
L.H.: En principio, no creo que sea azar el hecho de que varios
que empezamos escribiendo en esas revistas después siguiéramos escribiendo y
existamos todavía en la literatura. Creo que eso de algún modo ya estaba
planteado desde el primer número de la primera revista, en el editorial.
Decíamos que la literatura para nosotros no era un medio de vida sino un modo
de la vida. Nos posicionábamos como revista de izquierda, pero al mismo tiempo
decíamos que la literatura ya era un modo de cambiar el mundo. Vale decir que
aquellos que elegimos la revista ya coincidíamos en algo esencial, que es ese
doble compromiso: el compromiso con la realidad y el compromiso con la
escritura. De todos modos, y esto ustedes ya lo deben saber, por una revista
literaria pasa mucha gente y no todos persisten. Hay gente que entra, trabaja
un tiempo y luego se retira y se dedica a otra cosa. Los nombres que quedaron
son los nombres que existen. Uno dice, sí, Piglia empezó publicando en la
revista, Briante empezó publicando en la revista, Isidoro Blaisten empezó a
existir como cuentista a través de los tres cuentos con que ganó el tercer
concurso de cuentos de El Escarabajo de Oro[1], Alejandra Pizarnik, Irene Gruss, Bernardo Jobson
también empezaron publicando con nosotros. La impresión, en conjunto, es
descomunal. De todos modos, repito: fueron muchos los escritores que empezaron
publicando con nosotros pero no todos siguieron escribiendo.
GdP: Recién hablaste del compromiso intelectual de los escritores
de tu generación. Da la sensación de que ese compromiso, en la actualidad, está
un poco debilitado…
L.H.: Yo creo que el peso de los intelectuales en la época
actual es absolutamente menor que el que tenían en los años 60’, cuando el
compromiso intelectual no solo con la realidad nacional sino también con la
internacional era un mandato. Siempre hay excepciones, obviamente, pero como
característica generacional, eso no existe. En los sesenta y a principios de
los setenta el compromiso ideológico era realmente muy fuerte. La revolución
cubana había sucedido hacía muy poco y eso pesó sobre nosotros. Después se
fueron dando múltiples movimientos revolucionarios en América Latina y en el
Tercer Mundo en general, y eso hizo que nos sintiéramos en un mundo en
transformación ante el cual necesitábamos imperativamente tomar partido. Este
mundo actual en el que estamos viviendo por supuesto merece y necesita ser
pensado, pero todavía ese pensamiento es muy caótico. Supongo que en algún
momento se irá orientando, pero todavía no se nota como fenómeno general y
abarcativo esa necesidad de tomar partido.
GdP: Esa falta de compromiso actual: ¿tendrá que ver quizá con el
hecho de que las ideas, las opciones y los enemigos están menos claros que
antes?
L.H.: Hay varias cosas. Por un lado, hay un solo bloque, que es
el capitalismo, que está más desembozado que nunca. Que un presidente como
Trump se permita echar a todos los inmigrantes y se permita construir un muro,
parecen hechos inconcebibles de hacerse públicos. Bush no debía ser menos
reaccionario que Trump, pero creo que a tanto no se animaba. Entonces, hoy no
hay contrapeso. Estamos ante un poder cada vez más concentrado y reaccionario.
Supongo que, con el tiempo, se irán generando anticuerpos. Estamos ante
una situación particularmente crítica, difícil de entender y de aceptar.
GdP: Siguiendo con las influencias ideológicas, una muy fuerte
para tu generación seguramente fue la del existencialismo.
L.H.: Absolutamente. Sartre tuvo una influencia fundamental en
los escritores de los 50’ y los 60’. Uno podría decir: ahora no nos
comprometemos porque nos falta un Sartre. Pero el proceso que dio lugar a
Sartre fue dialéctico. Más allá de su excepcionalidad, el tiempo histórico
encauzó su comportamiento y su pensamiento. Creo que, a su vez, influyó de
manera decisiva en la praxis y el pensamiento de su tiempo. Thomas Mann también
influyó con su humanismo, aunque de una manera distinta a la de Sartre. Es muy
difícil detectar en este momento intelectuales como Sartre o como Thomas Mann.
Gdp: Hoy un tipo muy polémico y muy controversial es por ejemplo
Houellebecq. Pero pareciera que sencillamente se limitara a polemizar…
L.H. Yo creo que no se polemiza. Hay más bien una tendencia a
escandalizar. Para polemizar hay que tener una ideología muy fuerte, pero sobre
todo hay que estar abierto al pensamiento de los demás, hay que tomarse el
trabajo de entender las ideas del otro, sin eso no hay polémica posible. Este
fue un país muy rico en polémicas. Hubo polémicas en los años 40’, hubo
polémicas en los 60’ y los 70’. Ahora, o se agravia o se es indiferente, que
también es una forma del agravio. Cuando yo, por ejemplo, polemicé con
Cortázar, muchos dijeron que cómo iba a disentir con él. Pero: ¿por qué no voy
a poder disentir? Si nos apasionamos por una idea, estamos vivos, y eso es
fundamental en un tiempo de muerte. Yo defendía nuestra posición de resistencia
y nuestro derecho a quedarnos en el país en el peor período de la dictadura.
Uno no polemiza con su enemigo. Yo no podía polemizar con Videla o con
Pinochet, pero sí podía polemizar con Cortázar, al que admiré y sigo admirando
como escritor y que llegó a ser incluso un amigo personal.[2]
GdP: Pareciera que en esta falta de polémica en el panorama actual
mucho tiene que ver también cierto relativismo imperante que neutraliza todos
los valores y hace que nadie se anime a tomar posición por nada.
L.H.: Creo que es una comodidad. Aunque tal vez sea desconcierto. Pero todos tenemos una ideología de base. Debemos ser unos cuantos los que creemos que un mundo digno y aceptable y del que no nos avergonzaríamos sería aquel en el que todo individuo tenga derecho a la alimentación, al trabajo, a la educación. Cuando vos sentís que el tipo que está durmiendo en la calle es tu semejante, vos vas a querer cambiar eso porque te avergüenza.
Formación
artística
GdP: Pasamos de las influencias ideológicas a las artísticas. En
tu libro Las Hermanas de Shakespeare tenés un apartado que titulaste Los Maestros y ubicás ahí a Sarmiento,
a Borges, a Arlt, a Cortázar. ¿Esos maestros son tus maestros? ¿Cuánto
tuvieron que ver esos autores en la construcción de tu prosa?
L.H.: En la literatura argentina los escritores fundantes son
tres: Borges, Marechal y Arlt. Para mí Roberto Arlt es el mayor escritor
argentino. Un tipo que de la nada (no pudo haberlo leído a Sartre) inventa él
solo acá y con su tercer grado el existencialismo. Hay muchas coincidencias
entre algunas escenas de Los siete locos y
otras de La náusea o de Los caminos de la
libertad, por ejemplo. Marechal es un escritor enorme. El Adán Buenosayres usa, por
primera vez en nuestro país, nuestra lengua en todo su registro, desde lo más
clásico hasta el lunfardo. Hay que animarse a terminar una novela impresionante
como Adán Buenosayres con la frase: “solemne como
pedo de inglés”. Marechal fue un transgresor en todos los
sentidos. Fue peronista en una época donde el ambiente intelectual argentino
era de un antiperonismo enfermizo. Siempre lo marginaron por sus ideas y
también por sus novelas. El único que, en su momento, entendió el Adán fue Cortázar. Y el
tercer maestro fue Borges. Borges maneja la sintaxis y el lenguaje como nadie
en lengua española. Son tres grandes escritores, distintos. Creo que nuestra
literatura proviene de ellos tres.
GdP: Sabemos que a Arlt no pudiste haberlo conocido y que a Borges
lo llegaste a entrevistar. ¿Lo conociste a Marechal?
L.H.: Mucho. Marechal nos quería de verdad a todos los
integrantes de El escarabajo de oro. Él
nos recibía los miércoles en su casa y era un ser extraordinario. Fumaba su
pipa, que se llamaba Elsinor, y parecía que estaba por encima del bien y del
mal. Tenía un enorme sentido del humor. Era una gran persona.
GdP: Recién hablaste de tu formación científica paralela a tu
entrada a la literatura. ¿Vos sentís que esa formación científica influyó en tu
oficio de escritora?
L.H. Yo creo que uno es todo lo que ha aprendido. Cierta manera
de razonar y de usar la lógica me llevó a estudiar Exactas por cuatro años. Eso
me constituye. Y creo que esa formación científica me marcó por lo menos en dos
sentidos. En primer lugar, como experiencia. En algunas ficciones, esa
experiencia aparece. Por ejemplo en “Vida de familia”,
en Zona de clivaje y en El fin de la historia. En segundo lugar,
como formación. Hay una manera de pensar y de desarrollar las ideas (como decía
Descartes: “Clara y distinta…”) que son típicamente científicas y que a veces
se pueden advertir en mis ensayos. Y también, tal vez, en el trabajo oculto de
estructurar un cuento o una novela. Siempre pensé que era afortunada por contar
con esa formación que de alguna manera equilibra una zona mía muy caótica. Hay
una acción recíproca entre el caos de la realidad (en el que entra por supuesto
el caos personal) y la posibilidad de darle un cierto ordenamiento.
Obra
GdP: Yendo ahora a tu literatura, un recurso que observamos con
frecuencia es el del humor. Lo encontramos por ejemplo en La crueldad de la vida, en Don Juan de la Casa Blanca[3] y en muchos otros cuentos. ¿Es el
humor, en tu caso, una decisión deliberada para transitar las zonas más oscuras
del alma humana?
L.H.: No es deliberado: el humor, sin duda alguna, me
constituye. Creo que está presente en mi vida cotidiana y que, por ejemplo, nos
ha permitido a Ernesto y a mí sobrevivir a momentos muy difíciles. Sucede y se
cruza incluso en aquellos textos que no son para nada cómicos: vos acabas de
citar dos de ellos. Si alguien carece de humor, algo muy fuerte le está
faltando.
GdP: Otro de los tópicos frecuentes de tus libros (pensemos en los
personajes femeninos de Don Juan de la Casa Blanca, “Los que vieron la zarza”,
“Casi un melodrama” y Zona de clivaje) es el impulso femenino
hacia un modelo de hombre desaforado y vehemente hasta el desequilibrio. Las
protagonistas se enamoran invenciblemente de hombres apasionados y luego
terminan padeciendo los avatares de esta pasión. ¿Cómo si tuvieran que pagar un
precio alto en su opción por la belleza?
L.H.: Pagar el precio, hasta por ahí nomás. En Zona de Clivaje, por ejemplo, lo
que termina por asumir la protagonista es la soledad. En “Don Juan de la Casa
Blanca” me interesaba enfocar el conflicto del alcohólico pero desde la
perspectiva de su mujer, que no puede estar fuera del conflicto pero tampoco
dentro de él. En “Casi un melodrama”, no creo que la protagonista se deje
atrapar por el varón, sino todo lo contrario: ahí la mujer es el personaje
fuerte, quien termina decidiendo por todos. En “Los que vieron la zarza” me
propuse contar, desde todos quienes lo rodean, el drama de un hombre (el
boxeador), que elige un alto destino y se da de cabeza contra ese propósito. No
se trata de los mismos casos. A veces, premeditadamente, me interesa ese rol de
la mujer en tanto “mujer de”. Pero en general las mujeres que yo escribo
terminan, de una u otra manera, desligándose de aquello que las ata.
GdP: Otro de los temas que recorren frecuentemente tus libros
(pensemos por ejemplo en “Yocasta”, en “Vida de Familia”, en “Casi un melodrama”), es el tratamiento del
concepto de familia como entidad aplastante de los individuos que la integran.
¿Consideras esto como una preocupación importante dentro de su
literatura?
L.H.: Me interesa la familia como mundo. Eso que en apariencia
es considerado muy normal, pero que en su interioridad muestra fisuras y a
veces se desliza hacia la locura, hacia el horror o hacia el desorden total. Me
interesa el mundo familiar porque, aunque pequeño, me permite mostrar grietas,
contradicciones, que están en la base del orden burgués.
G.d.P: Otro de los temas recurrentes en tu obra es el de la
soledad como espacio de libertad, como lugar constitutivo de cualquier
aspiración creativa. ¿Qué relevancia tiene la soledad en tu obra?
L.H.: Yo creo que la soledad es un espacio de libertad. En Zona de Clivaje eso está
explícito: ser libre es saber –animarse a- ser solo. También tengo un texto
sobre el acto de leer en donde digo que los libros nos permiten ser solos, y
quien sabe ser solo, sabe ser libre. Cuando hablo de soledad no hablo de una
soledad puramente física, hablo de saber ser solo en todos los aspectos. Se ve
en las parejas. Las mujeres que no saben ser solas terminan formando parejas
por desesperación. Quien sabe ser solo, sabe también estar acompañado. Saber
ser solo es la primera condición de la libertad.
G.d.P: ¿Es la literatura un modo de dejar de estar solo?
L.H.: La lectura, seguramente sí. No me lo planteo respecto de
la escritura. Cuando estoy escribiendo, la realidad, mi vida se me ordenan
alrededor de ese acto. No me lo planteo como una manera de atenuar la soledad.
G.d.P: En tu libro Las Hermanas de Shakespeare dijiste que “Lo femenino
y lo masculino no son atributos literarios. El sexo de un autor pesa sin dudas
en sus ficciones, como pesa su origen, su experiencia o su neurosis. Nunca es
el único determinante de su escritura”. Sin embargo, cuando uno te lee
siente que si no fueras mujer se perdería una gran parte del mundo que
justamente nos revelás por tu condición femenina.
L.H.: No hay ninguna contradicción en eso. Yo creo que todo
escritor, sea hombre o mujer, escribe desde el cruce de todo lo que lo
constituye. El género al que pertenezco me constituye como me constituye haber
nacido en Argentina, haber estudiado Física, ser petisa, todo eso es lo que
me hace ser lo que soy. Es cierto que la gran mayoría de mis personajes
son mujeres, porque me resulta más natural. Pero cuando necesito que ese
personaje sea un varón, también puedo hacerlo. La razón por la cual un personaje
termina siendo hombre o mujer tiene que ver con muchas decisiones que uno toma
alrededor de un texto. Yo no escribo LA MUJER, ni pretendo hacerlo. El
personaje femenino de “Giro en el aire” no tiene nada que ver con el personaje
femenino de “Cuando todo brille”, por ejemplo.
G.d.P: ¿Pero podría decirse, al menos, que en tus libros arrojás
una visión femenina del mundo?
L.H.: No. Yo no sé qué es una visión femenina del mundo. No
existe LA MUJER, existen mujeres. La mirada de Proust: ¿es más masculina que la
de Flannery O’Connor? Esa minuciosidad con la que narra Proust correspondería a
lo que mal se considera lo femenino. Esa dureza de Flannery O’ Connor y ese
sentido del humor a veces despiadado correspondería a lo que se considera lo
masculino. Pero creo que no es así. Creo que todos nosotros, hombres y mujeres,
tenemos sensibilidades diversas y no existe de manera categórica lo masculino y
lo femenino.
G.d.P: A lo largo de casi toda la serie protagonizada por Mariana
y su Hermana Lucía, la memoria es un espacio que se piensa en permanente
construcción. En este sentido ¿En tu obra la memoria es un factor vital que
entiende al pasado como algo que se construye en el presente y, en efecto, es
capaz de transformarlo?
L.H.: Así es. Tengo memoria desde mis tres años. Eso me ha hecho
reflexionar mucho sobre la memoria y sobre el peso que tiene en mí y en mi
obra. Creo que el recuerdo es fugaz, puede ser algo muy bello pero puntual. La
memoria, en cambio, es una gran construcción. Uno construye su memoria como construye
una novela. Uno a posteriori le da significación a ciertos hechos. Eso se ve
muy claro en Las palabras de
Sartre[4]. De niño, su familia le había hecho creer que era
hermoso. Sin embargo, un día le cortan el pelo (tenía rulos dorados) y cuando
se ve en el espejo se reconoce feo. Sartre después va a explicar ese momento en
que se vio en el espejo de un modo tal que parece estar descubriendo, en ese preciso instante,
toda la filosofía sartreana: el ser para el otro, el ser para sí. Sin dudas no
fue así, pero la construcción que hace Sartre tiene esa significación. No me
importa la memoria en su sentido puramente mecánico (evocación de números de
teléfono, de fechas), pero sí me importa el trabajo que hago sobre lo que
recuerdo, sobre los episodios de mi memoria. Por ejemplo, cuando yo tenía
cuatro años daba vueltas en el patio de mi abuela y me contaba historias.
Una vez Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre me invitaron a su programa de
radio[5] y me preguntaron cuándo empecé a escribir. Yo
les contesté que empecé a escribir a los cuatro años, cuando daba vueltas por
el patio de mi abuela y me contaba historias. Es decir, ahí le empecé a dar un
valor a ese recuerdo que, desde entonces, es muy lindo. Es fundante para mí. A
eso aludo cuando hablo del trabajo con la memoria. Porque tener memoria es,
bueno, una habilidad más como puede ser la de mover las orejas, por ejemplo.
Pero me interesa hasta qué punto puedo trabajar con la memoria y eso me
modifica y participa en mi literatura. Muchos de los episodios que escribo
salen de mi memoria y emergen a veces como cuestión central y a veces como una
mínima situación.
G.d.P: Generalmente –y sobre todo en las solapas de tus propios
libros de cuentos- se te señala como continuadora de la tradición narrativa
norteamericana. ¿Estás de acuerdo con este señalamiento? Si es así: ¿con qué
figuras dentro de esta tradición te sentís más identificada?
L.H.: No soy yo la más indicada para decir con qué se me puede identificar. Me fascina la narrativa norteamericana. Creo que son maestros de la narrativa y hay varios narradores norteamericanos que me parecen extraordinarios, empezando por el que fue mi primera influencia, William Saroyan. Pero después están Cheever, Salinger, Hemingway, Flannery O’Connor, Katherine Porter, Carver: son realmente grandes maestros de la narrativa. Igual, lo que yo considero los Grandes Maestros son Maupassant, Chejov, Poe. Y en mí, sin dudas influyeron más Maupassant y Chejov que Poe.
Los
talleres literarios
G.d.P: En tu ensayo Los talleres literarios[6] dijiste que el taller literario no convierte a nadie en escritor y que lo único que se puede hacer por el aspirante en formación es acelerar o catalizar ciertos aprendizajes para conseguir que “…aquello nebulosamente significativo o intenso en mi interior lo sea también a la luz de las palabras”. Primero: ¿en qué consiste eso que el taller no puede enseñar y que a falta de una mejor palabra podríamos llamar “talento”? Segundo: si para poder escribir algo con cierta luminosidad lo tengo que percibir antes dentro de mí mismo: ¿es el problema de la creación literaria, antes que cualquier cosa, un problema de autoanálisis?
L.H.: No sé si es un trabajo de autoanálisis. Si una persona es intensa, es intensa. Lo es mientras camina por la calle o mientras mira a sus semejantes. Eso es lo que yo digo que el taller no te puede dar. La visión del mundo, la sensibilidad, esas cosas se tienen o no se tienen. Uno no puede decir: “Ahora que quiero ser escritor, voy a tratar de ser intenso”. O lo sos o no lo sos. O tenés un mundo que te importa expresar o no lo tenés. Esa intensidad no es privativa de los escritores, pero algunas de esas personas intensas además quieren escribir. Bueno, con esas personas yo puedo trabajar, porque tienen un mundo que desean expresar. Si alguien tiene algo para decir, yo puedo ayudarlo a que encuentre sus palabras. Le puedo enseñar a que aprenda a trabajar. Un ejemplo de esto que digo es el de Máximo Chehin, que acaba de ganar el Premio de la Fundación El Libro. Él vino al taller durante tres años, fue parte de un grupo hermoso en el que estaban, entre otros, Samanta Schweblin, Margarita García Robayo, Gerardo Quirós, Romina Doval, Roni Bandini. Él mismo explica que al principio escribía cosas que no lo conformaban y que después empezó a ver en el taller la posibilidad de buscar sus palabras, de corregir veinte veces algo hasta que fuera lo que él quería que fuera. Eso es lo que yo puedo ayudar a que el otro encuentre y aprenda. Uno no le puede enseñar a alguien a ser escritor, no hay ninguna manera. Cada uno trae lo que trae. Yo puedo ayudarlo a que aprenda el oficio, con todo lo diverso que ese oficio implica..
G.d.P: Samanta Shweblin te cita en el prólogo de tus Cuentos Reunidos, a propósito de tu taller literario: «Esto no es terapia, acá nadie viene a curarse».»Si estuviéramos cuerdos no escribiríamos». «Las ganas de escribir vienen escribiendo. ¿Qué es eso de esperar a que todas las condiciones externas sean ideales? Uno escribea pesar de lo que pasa y acerca de lo que pasa». En este sentido: ¿debe el escritor hacerse de un rigor espiritual para ir a contrapelo de su propia experiencia?
L.H.: No se puede generalizar al respecto. Hay escritores que escriben sobre cosas que ven a su alrededor, hay otros que amplifican pesadillas o terrores, otros no pueden salir de su historia personal. En realidad, eso no importa para nada. Lo que importa es qué hace cada uno con esa parcela sobre la que quiere escribir. No hay generalidades. Sí creo que el taller no es un lugar de terapia y también creo, fervorosamente, que si uno estuviese totalmente cuerdo no escribiría. Porque para poder escribir hay que experimentar el desequilibrio. Si uno sintiera en su interior que todo alrededor marcha como tiene que marchar, no tendría la menor necesidad de escribir. Lo maravilloso que tiene la literatura es que uno, con todo lo que está mal tanto afuera como en su propio interior, puede generar un objeto que tiene sentido. Es algo extraordinario. Con todo lo que no tiene sentido uno puede generar objetos que sí lo tienen. Eso es lo maravilloso.
Entrevista
por Fernando Manzini y Tomás Mendez
Peces, dardos o relámpagos, o una visita a Liliana Heker | Gambito de papel
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