«Liliana Heker: gatos, bares y escritura»
Liliana Heker es tal vez una de las mejores escritoras argentinas. Pertenece a los escritores que en los años 60 se formaron también en los bares. Desde hace más de 40 años se dedica a dar clases de escritura. “Hay que despertar un saber en el otro” dirá a Comunidad PAMI.
Esta mañana primaveral Liliana Heker llega a un bar de
San Telmo a paso rápido y me busca con la mirada. Nunca nos vimos ni hablamos.
Apenas nos escribimos por mail o por WhatsApp en los últimos días, cuando
coordinamos esta entrevista. Se frena y mira a las mesas y cuando cruzamos las
miradas sonríe y estira el puño a manera de saludo.
Liliana Heker es tal vez una de las mejores escritoras
argentinas. Sus cuentos y novelas son geniales. Su último libro, La trastienda
de la escritura, es necesario. En sus páginas cuenta cómo funcionan sus
legendarios talleres literarios. Desde hace más de 40 años se dedica a dar
clases de escritura. Entre sus alumnos pasaron escritores y escritoras como
Guillermo Martínez, Pablo Ramos y Samanta Schweblin. La lista sigue. Pero nada
como sus textos. Hay mucho para elegir. Apenas para empezar, yo recomiendo Los
que vieron la zarza. Hay boxeo. Pero cualquiera de sus relatos les van a
gustar. De hecho, tienen sus Cuentos reunidos.
Hay un libro imperdible sobre la escritura de Heker. Se
llama Maestros de la escritura (Ediciones Godot) y lo hizo la cronista Liliana
Villanueva. En ese libro repasa la manera de escribir y de enseñar de
reconocidos escritores. Abelardo Castillo, Alberto Laiseca y la misma Heker son
algunos. Más acá, nos escribe Villanueva en Maestros de la escritura: “Yo
aprendí la generosidad del maestro que quiere hacer lo mejor con vos, que
respeta tu voz. Lo más importante que pasó literariamente pasó ahí, en el
taller de Liliana”. Tal la importancia de Heker para quienes se animaron a la
escritura y la lectura con ella.
“Hay que despertar un saber en el otro”, dice Heker esta mañana. Ese saber, cuenta, muchas veces no se puede explicar. Porque escribir significa muchas cosas. Entre ellas, descubrirse. “A veces la escritura te permite, mientras escribís, formularte ciertas cosas de una manera nueva”, suelta.
Pertenece a los escritores que en los años 60 se formaron
también en los bares. Charlas de política y literatura. Lecturas compartidas.
De hecho, ama los bares tradicionales. Y ensaya una lista: Tortoni, 36
billares, Las Violetas. No le gusta, en cambio, el Café de los angelitos:
“Pensar que era tan tan lindo y con tanta historia… y mirá cómo lo dejaron
ahora”, lamenta.
Hay un relato mítico en el mundo literario que ella
ratifica. En su adolescencia le mandó una carta y un poema al escritor Abelardo
Castillo. Castillo le dijo que el poema era malo pero que en la carta se notaba
que tenía pasta de escritora. Quería trabajar con él en una revista literaria,
El grillo de papel. Después participaría en la fundación de otras dos: El
escarabajo de oro (1961-1974) y El ornitorrinco (1977-1986). Aquella carta y el
poema malo los escribió en una vieja máquina de escribir que pudo recuperar
(era el del novio de su hermana) y que ahora está en su casa. “Es una Royal de
1948. Además con esa máquina escribí mi primer cuento”, dice. Y dice también
que desde 1992 escribe en computadora. Hace poco, cuenta, a la computadora le
agregó un moderno teclado mecánico e inalámbrico: “Me gusta porque al tacto
parece que fuera el teclado de una máquina de escribir. Además hace el mismo ruido.
Es de esos que usan ahora los chicos para los videojuegos”.
Nacida el 9 de febrero de 1943 (77 años), le gustan el
tenis, el fútbol y el boxeo. Es “futbolera desde siempre” e hincha de Boca
desde pequeña. Le encantaba escuchar los partidos por radio. “Cuando era muy
chica creía que dentro del aparato estaban los jugadores”, recuerda. De esos
tiempos también le quedó la admiración por Pascual Pérez y la fascinación por
la rivalidad Gatica-Prada. A sus 20 escribió el ya mencionado Los que vieron la
zarza. Fue su amigo Abelardo Castillo quien la incentivó a tomar el boxeo como
parte de un relato. Las grandes peleas la siguieron marcando. No se olvida de
Locche-Fuji (1968). Tampoco de boxeadores y personajes. “Ringo (Bonavena) tenía
una personalidad única. Mucha sabiduría. Además era todo un personaje. Era un
filósofo”, elogia. Y dice que le gustaba Carlos Monzón. Ni hablar de Diego
Maradona: “Un tipo querible. Que además apoyó a las Madres de Plaza de Mayo.
Trascendía al jugador. Fue un representante del pueblo. Se jugaba por el otro”.
En diciembre, cuando termine su período 2021 de talleres
de escritura, planea continuar con su nuevo libro. No sabe si será novela o
nouvelle (¿cuento largo? ¿novela corta?). Le gustaría el año que viene volver a
la presencialidad en sus talleres: “No hay nada como estar con el otro, cara a
cara. Es muy necesario el contacto”. Pero lo que se mantiene es la lectura de
libros. Nunca deja de leer ni de releer. En estos años releyó Los hermanos
Karamazov (Fiódor Dostoyevski), entre otros. “Leer es hermoso, releer es
maravilloso. Al releer uno se da cuenta de que ya no es el que era cuando se
leyó ese determinado libro por primera vez. Me pasó con La boca del caballo
(Joyce Cary), que lo releí con más de 70 y lo entendí de otra manera”.
Práctica, no anda con vueltas si un libro no le gusta: lo abandona y arranca
con otro. No se apura en leer ni sigue modas. Y como formato, siempre el papel:
“Me regalaron un lector de libros electrónicos pero no me pude adaptar”.
¿Por qué escribís, Liliana?
Porque es lo mío, porque me encanta. Porque lo disfruto.
La escritura me permite entender. A leer y a escribir se aprende leyendo y
escribiendo. No hay otra.
Entre los cuentos y novelas de Heker recomiendo
cualquiera. Nunca se sentirán defraudados. Sin embargo, también recomiendo no
dejar de lado el libro de Villanueva. Porque ahí Heker tira algunas frases
hermosas, que hablan de la escritura y, por lo tanto, de ella. “Cuando se
escribe, no hay que tenerles miedo a los sentimientos, pero tampoco hay que
tenerle miedo a la lucidez. Uno tiene tan pocas cualidades que no veo razón
para que se despoje de alguna de ellas para hacer literatura”.
Pero hay otra que me gusta más. Es una en la que le dice
a Villanueva: “La inspiración no existe, en eso se parece a las brujas.
Entonces, cuando las palabras parecen cantarle a uno en la oreja, y siente que
todo lo que está escribiendo tiene la música justa, el ritmo exacto, la tensión
precisa que debe tener, uno puede llamar a ese estado de privilegio como más le
guste, pero lo mejor es que suelte el freno y deje rodar la locura”.
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