Texto leído por Mauricio Koch en la presentación de La trastienda de la escritura en la Dain Usina Cultural
Aquí compartimos el texto leído por Mauricio Koch en la presentación de La trastienda de la escritura, el último libro de Liliana Heker en la Dain Usina Cultural, el 20 de septiembre de 2019. Muchas gracias Mauricio por permitirnos compartirlo.
Algunos amigos me pidieron que compartiera el texto que leí en la presentación del libro de Liliana Heker, La trastienda de la escritura. Es un poco largo para facebook, quizás, y le faltan los nervios y la emoción de ayer, pero acá va:
Voy a empezar a lo grande, qué tanto, voy a parafrasear a Proust: En busca del tiempo perdido, como todos saben, empieza así: “Durante mucho tiempo, me acosté temprano”. Bueno, mi comienzo es este: “Durante mucho tiempo, mis lunes fueron así”: llegaba puntual a la casa de Liliana y Ernesto en la calle Perú, me recibía Ernesto –diligente como siempre–, me ubicaba en mi lugar, participaba de la clase como buen alumno aplicado que siempre fui y cuando me tocaba el turno de leer, Liliana me preguntaba: ¿vas a leer, Mauricio? Sí, traje un cuentito. No, acá no se leen cuentitos, éste es un taller de formación de escritores, acá nadie escribe cuentitos ni novelitas, acá se escriben cuentos y novelas: si la novela es corta se llama novela breve o nouvelle, si el cuento es corto será también un cuento breve, y si es muy breve microcuento o microrrelato, pero cuentito no, novelita no.
Bien, entendí. ¿Tiene título? Sí, El trino del atardecer. Horrible. Ehhh, también pensé en ponerle El crepúsculo de nuestros sueños. Peor, si el otro es horrible, este directamente es abominable. Después de tan alentadora introducción, yo leía el cuento propiamente dicho y en alguna pausa miraba de refilón a Liliana que estaba con la mirada fija en un punto y las piernas en constante movimiento, inquieta como nadie. Cuando terminaba la lectura, luego del “¿qué les pareció?” –un clásico hekeriano si los hay–, opinaban mis compañeros hasta que –en ese momento yo rogaba que se cortara la luz, que Ernesto interrumpiera la clase para decir que en las calles había estallado la revolución, que me diera un infarto incluso, muerte súbita, algo que me salvara o me pulverizara, me daba lo mismo, pero eso nunca pasó, nunca, siempre llegaba el momento en que Liliana tomaba aire y empezaba: Larguísimo, Mauricio, larguísimo, y lo decía estirando las íes, las dos íes. Larguiiiiisiiiiimo. Todo lo decís dos veces, todo sobrexplicado. No termina de empezar y no termina de terminar –otra expresión clásica de Lili.
Tendríamos que hacer entre todos el diccionario Heker–, uno supone que el cuento terminó y no, vuelve a empezar para decir otra vez lo mismo. Ya está dicho, Mauricio. Sabés dónde termina este cuento: cuando el personaje se asoma al balcón y grita. Pero eso está en la página dos, pensaba yo, el cuento tiene dieciséis. No lo decía en voz alta, no me animaba, pero mientras ella hablaba yo pensaba “con el trabajo que me dio, me pasé todo el fin de semana encerrado para esto”. La voz de Lili seguía y seguía y yo, a partir de un momento, dejaba de escucharla y entraba en una especie de nebulosa en la que ya no podía distinguir ni asimilar más nada, hasta que escuchaba: “así como está, el cuento no tiene ningún espesor”, o, peor aún, “Todavía no hay cuento, Mauricio, esto que leíste es un sancocho”. Y hay que escuchar como suena la palabra “sancocho” en la voz de Heker. Yo que soy una calamidad en la cocina y que mis escasos intentos culinarios terminan precisamente en eso, sabía bien de lo que me estaba hablando.
Como dije: durante mucho tiempo mis lunes fueron así. Salía con la cabeza hirviendo y no es una metáfora, es literal. Al día siguiente estaba exhausto, el miércoles empezaba a recuperarme y, como un boxeador herido en su orgullo que quiere reivindicarse, el jueves me sentaba a corregir. Luchaba con tozudez contra mis limitaciones, trataba de llevar a la práctica todo lo que me habían señalado. El lunes volvía y retrocedía tres casilleros. Todavía guardo en casa viejas impresiones de esos cuentos malogrados o sacados adelante a base de mucho esfuerzo: El suicida (versión doce), Gregorio, el indeciso (versión catorce). “Mauricio es muy perseverante”, decía Liliana, y yo soñaba con las futuras reseñas de mis libros, tituladas así: “Koch, un escritor perseverante”.
Hace unos días leí La vida invisible, el libro de Sylvia Iparraguirre que traza un recorrido por su vida como lectora, y en el capítulo que dedica a su relación con Abelardo Castillo, cuenta lo implacables que eran uno con el otro al momento de criticarse los textos: “amor sin indulgencia”, así lo define. Ahora que la gente se ofende por cualquier tontería, y ni hablar si uno comete el atentado imperdonable de señalar algún desacierto o incoherencia en su texto impoluto, se gana su enemistad y la de sus amigos y de los amigos de sus amigos para siempre. Así de susceptibles están algunos. Con Liliana aprendimos, más temprano que tarde, que no hay nada personal en las críticas –que sin dudas duelen, nadie es tan estoico para no acusar el golpe–, pero es justamente por respeto al trabajo del otro que se hacen, y el taller es el espacio indicado para trabajar esos desajustes.
Muchos de los que estamos hoy acá pasamos por el taller, pero aun aquellos que no, seguramente han escuchado hablar de su carácter, sus críticas implacables, su lucidez o la capacidad para retener y entender qué es esencial y qué es aleatorio en un texto. Pero eso es quedarse con la espuma. Hay al menos dos características de Liliana que suelen pasarse por alto cuando se hacen estas enumeraciones: una es su sentido del humor; Liliana es muy graciosa, se ríe mucho y hace reír, es muy buena y muy apasionada contando anécdotas, y lo más lindo (a mí me ha pasado, por suerte) es escucharla reírse a carcajadas con un cuento que ha escrito uno. La otra es su generosidad: Liliana da talleres hace cuarenta años, yo no la conozco hace tanto, pero sí casi veinte, y estoy seguro que desde aquel primer día de 1979 hasta los talleres que dio esta semana, no se guarda nada: todo lo que sabe, sus reflexiones de toda una vida dedicada a la escritura y como coordinadora de talleres, te lo da a manos llenas. Este libro es una prueba de eso. En las Palabras preliminares, dice que cuando decidió encarar este libro tenía la determinación de que no fuera una obra didáctica: “No hay recetas ni verdades inmutables para la escritura. Lo que vale son los descubrimientos que hace un autor determinado y le abren camino hacia la ficción que quiere escribir”, dice. Más adelante, cuando habla de los talleres, agrega: “Creo que nadie le puede enseñar a otro a escribir. Más ceñidamente, creo que nadie le puede enseñar a otro a ser escritor. Pero también creo que todo escritor, por caminos complejos y diversos, aprende su oficio”. Si bien muchos de nosotros tendríamos argumentos para refutar esa idea, yo tiendo a darle la razón, pero también pienso que cuando hablamos de aprender el oficio de escribir junto a Liliana no nos referimos al manejo de una técnica ni al uso más o menos acertado de la narración en segunda persona –o no sólo a eso–, sino a otra cosa–: Liliana, para decirlo sin vueltas, no nos enseñó a escribir con consignas ni con tips (esa palabra horrenda tan al uso actual) sino con su ejemplo: produciendo literatura más allá de las modas; escribiendo cuentos, novelas, ensayos; fundando revistas; comentando y compartiendo sus lecturas; interviniendo en los debates de su tiempo, comprometiéndose. No hizo falta que nos dijera que hay que predicar con el ejemplo, se limitó a darlo.
En La trastienda de la escritura hay un capítulo dedicado a los finales. El tema (y la discusión) de los finales abiertos y los finales cerrados. Dejo eso para la lectura personal, pero arriesgo ahora: un final abierto podría ser la alegría de saber que vamos a seguir leyendo a Heker y a lo largo de este libro nos enteramos que hay nuevos cuentos y novelas en camino. Y un buen final cerrado, quizás, podría ser: Gracias, maestra.
Mauricio Koch en Dain Usina Cultural
Muchas gracias Mauricio por permitirnos compartirlo.
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