Por Liliana Heker
28 de junio de 2013
A cincuenta años de la publicación de Rayuela, recuperamos un documento histórico: la reseña que Liliana Heker hizo de la revolucionaria novela de Julio Cortázar en la revista El escarabajo de Oro (número 20 de 1963). Agradecemos a la autora por permitirnos publicar este texto.
En los últimos tiempos, esclarecer el concepto de “novela” se ha vuelto un aburrimiento dominante. Esto, a priori, no tiene nada de condenable, simplemente corresponde a una tentativa ordenadora que abarca todas las inferencias humanas: necesidad de historizar. Canalizada en la novelística permite establecer constantes, marcar diferencias, sacar conclusiones que pueden o no importar, pero al menos (por su naturaleza puramente fenomenológica) tienen la virtud de no hacer daño. El hecho cambia cuando, de tal análisis, se extrapola lo que debe ser una novela. Superticiones que de este tipo dan elementos para saber por qué falló Proust en algún párrafo de Por el camino de Swann, en cuáles incurría Balzac, y cómo Dashiell Hammet es inobjetable [1]. O pueden resolver que, a partir de Joyce, la pérdida de lo rectilíneo en la narración, la simultaneidad, son características de nuestro tiempo; pero no pueden evitar que, Thomas Mann, disculpándose con parsimonia al comienzo de cada capítulo por su excesivo conversar en el anterior escriba genialmente Doktor Faustus; y son incapaces, sin Faulkner, de inventar el tiempo faulkneriano. Limitaciones que son razón de sobra para concluir estos estudios, que sirven quizá por su valor informativo, pero no por su eficacia en prever novelas de nuestro tiempo. Rayuela, de Cortázar, es un ejemplo concreto. Todo lo que en ella es preconcepto, declarado intento por innovar, teoría novelística o aplicación inmediata de esta teoría sobra, no es literatura: se aparta automáticamente de lo válido del libro. Voy entonces a considerar Rayuela no como lo ha querido Cortázar, dividida en una parte imprescindible y otra que no -dos libros, o muchos-, sino como una novela: con su vieja estructura reconocible y personajes a quienes les suceden cosas, que piensan, que están posibilitando en cada capítulo, un capítulo siguiente. Novela según la más elemental asociación de ideas, en la que leída como se quiera hay 200 páginas de reflexiones, notas, poemas, teorías, canciones, etcétera. Dejo para un análisis posterior la gravitación que estas interpolaciones a ese epílogo puedan tener.
Esquemáticamente, un tema esencial, antiguo como el mundo e inagotable: dos relaciones –una en París, otra en Buenos Aires-, entre hombre y mujer. La historia en París (“Del lado de allá”), el encuentro desencontrado e irrepetible de Horacio Oliveira y la Maga, pudo, sola, ser una de las nouvelles más importantes de nuestra literatura. La Maga, maravillosa, capaz de engendrar, a través de su asombro y su inmutabilidad, todas las preguntas, toda la tristeza, todo el desorden indescifrable del mundo, inventa París para nosotros, argentinos, a fuerza de vivirlo ella en las entrañas; realiza la desesperación de Oliveira, porque se da de boca contra su desesperación; nos contamina (y esto sí es literatura) por su magisterio de metérsenos en la vida sin que la podamos evitar, con un dolor que no buscábamos pero que está ahí, y nos compromete. Y no sólo esto. La muerte de Rocamadour, la carta de la Maga, el encuentro de Oliveira y la clocharde: verdades así, hay muchas en la primera parte. Allí se juega Cortázar, hasta sus límites; el Cortázar que nos vulneró hace tiempo. Cuentos casi, en lo que esta palabra tiene de perfecto, de bastarse a sí misma, son los mosaicos de una nouvelle. Círculo que al considerar todo el libro, ya no es una virtuosidad: es un componente más, en una figura desequilibrada. Un bello anacronismo.
La primera y la segunda partes de Rayuela son absolutamente independientes y la continuidad de Oliveira es mera apariencia. Las situaciones, alabeadas, imponen dos personajes distintos en quienes lo único invariable es el nombre. Creer que el final ambiguo y angustiante de la primera parte puede prolongarse en una historia concreta, resulta, digamos, tan nublado como pretender que a Madame Bovary le hace falta, para mejorar, una segunda parte donde se narre la vida de Berta Bovary. También “Del lado de acá”, por lo que tiene de conflictual, pudo valer por sí misma. El tema: la obsesión de un hombre. Oliveira, que busca, que necesita fatalmente identificarse con su amigo, Traveller. Que le impone una Maga a Talita (mujer de Traveller); que se mete en la atrincherada realidad de estos dos, inventando para los tres, una “gestalt” a pesar suyo, nacida para destruirse. Pero lo profundamente humano del conflicto, la indagación que caracteriza a las grandes obras y la diferencia hasta siempre de la letra “escrita para qué”, se da sólo en raras ocasiones. En el enfrentamiento de los dos hombres, por ejemplo, en una pieza entrecruzada de hilos, como entre los frágiles alambrados de una realidad que amenza desbaratarse catastróficamente en cualquier momento. Ellos dos en medio del caos, hablando, tratando de establecer un orden, una lógica, una convivencia o una eliminación. En la mayoría de los casos, sin embargo, toda posibilidad de situación definitoria (dramática) se trivializa metódicamente; las trivializa, por método, Cortázar. Oliveira, Talita y Traveller sostienen su conversación fundamental en condiciones tan complicadas, tan llamativas, que todas las palabras se contaminan de irrealidad. Este estrambotismo no tiene nada que ver con lo grotesco, que es patético, con lo fantástico o con la locura: simplemente, no existe. ¿Ingenio? A veces sí. Ionesco también. Pero no es eso lo que hace falta; no es para eso, al menos, que se escribe como sabe Cortázar. Quien inventó a Mauro, a Celina, a Medrano, a veces al Pelusa, o restableció a Justo Suárez, a Charlie Parker, no tiene derecho (peor: no puede, del verbo “saber”), no le sale divertirnos con caricaturas que, fundamentalmente, no mejorarán las ya inventadas por Abel Santa Cruz u Horacio Meyrialle, y son notoriamente inferiores de las que ya dieron un máximo, estableciendo el género, con Wimpi o César Bruto; pero un máximo por eso, porque se ciñeron a esta superficie nuestra de andar como divirtiéndonos con nuestras limitaciones. Eso ya está. Una novela, o va más lejos, o no va a ningún lado. Claro que, si quiere, se queda en un divertimento más. Pero ¿quién la rescata? O va al fondo, a la causa borrosa -patética- de esta risa que nos damos los argentinos, o el tejo en la azotea.
Cortázar, sin duda, sabe bajar a los hondones (los monólogos de Persio, por ejemplo, en Los premios), a esa raíz del juego, que existe y se documenta quizá en la necesidad de reducir la vida a los 10 escaques de una rayuela, de achicarla porque puede hacer falta a nuestra desesperación una realidad de tiza que empieza en una tierra rectangular y termine en un cielo cierto, esperándonos, allá, con la sola condición de haber acertado (acá) una parábola de mandarina. Somos triviales. En efecto: pero Julio Cortázar, que a veces es lúcido -terriblemente-, que lo es cuando se mira en Oliveira o en Traveller, o aún en sí mismo, no lo es bastante como para (objetivando Rayuela) entender que la profundidad de un libro no depende de que su autor sepa cómo y dónde es vulnerable, lúdico, qué capítulos son prescindibles, sino de haber anulado estas lucideses hasta ese límite en que, el libro que resulte, sea (para él) absoluto: el único que pudo escribir. Hasta que, equivocado, lo crea perfecto, de tanto ignorar dónde está lo baladí, el juego, lo accesorio. Voluntad de perfección que no se diezma ni con un prólogo (“este libro es muchos libros, pero sobre todo es dos libros”, cosa que no se dice, se hace, y le pasa solo a las grandes obras), ni con negar, o estar harto de la Perfección. Teoría que Rayuela registra en alguna página, pero que, por el solo (paradojal) hecho de haber sido planteada, evidencia la tentativa de “otro” tipo de perfección, digamos contemporáneo: la sistematización del caos. Vuelta de tuerca que tampoco se dice: mejor, se crea. Y a eso voy. Cortázar no innova en la novela. Lo que compulsiona sigue siendo lo mismo que nos conmueve desde el Quijote: situaciones humanas. Lo otro, es sólo álgebra barata, o un procedimiento insospechado de publicar anécdotas, poemas, canciones, teorías que, solas, pudieron justificar un libro como Historias de Cronopios y de Famas -aunque no, claro está, a Cortázar- y que, dentro de Rayuela no se justifican. De ser intercalados en el orden que sugiere Cortázar, no haría más que comprimir, a veces hasta teóricamente, la sensibilidad de lector, impresionarlo. Marcarle una direción, válida solo para el autor. Leídos a posteriori, tampoco legitiman la originalidad estructural de la novela: las curiosidades, la miscelánea, no son el mejor material para epilogar (u obstruir) un libro. Máxime cuando abarcan 99 capítulos. Quien se detiene a leer un libro de 600 páginas ya sabe encontrar rarezas, si quiere, en otros textos. Lo anecdótico de Rayuela, en cambio, cuando es necesario, como la historia de Pola, se integra solo: no hacía falta, para mostrar la parcialización de la realidad, nuestra humana imposibilidad de aprehenderla totalmente, inventar una diagramación rarísima. En cuanto a la teoría expresa -los papeles de Morelli-, es francamente, inadmisible. Aun haciendo abstracción de que el recurso ideado por Cortázar para introducirlos, en una tontería[2], los papeles en sí tampoco sostienen nada en última instancia, lo único que hacen es justificar la concepción de una novela que sólo tiene de asombroso papeles que la justifican. Lo otro, es clásico; el mismo rigor, con la misma urgencia por lo perfecto con que, el propio Cortázar, cuentista irreprochable, juzga el cuento (ver “Algunos aspectos del cuento”, revista Casa de las Américas, febrero, 1963). Escenas hermosas, involvidables de esta novela, nos dan razón para ello. Ser Cortázar el inventor de la Maga, razón para juzgarlo uno de nuestros más altos narradores, alto a lo hondo. Oxímoron aparente, que, de paso, permite acabar esta crítica por el principio.
En “Del lado de allá”, hasta aquellos personajes que no se han logrado como personajes, Etienne, Rolland, Babs, Ossip, que sólo llena un espacio, y una anécdota sin trascender una situación humana, salva, a veces, su existencia, por el sólo hecho de pesar sobre la Maga. Basta una noche, por ejemplo. Todos ellos hablando en la penumbra de una pieza agobiada de lluvia y de cigarillos y de bultos multiformes; basta su conversación banal que ahora está postergando, cubriendo ridículamente la frialdad de un chico, su muerte, que de un momento a otro, sin escapatoria, desgarrará a la Maga. Basta su frivolidad, en esos momentos, para que se justifiquen; justamente por ella, porque esa frivolidad lastima; se vuelve contra nosotros y nos impreca. También Oliveira, dilacerado en su intento de atrapar una realidad que se le escapa en todas direcciones, encandilado por un orden que no va a poder atrapar nunca, marcado para siempre con una empecinada conciencia que lo distancia, lo enfría, le impide sentirse vivo, también él se define unívoco y absoluto en su desesperada relatividad, con un sólo gesto que hiere en la Maga. Se va. Irrevocablemente cínico y calculador, se va, en un momento en que lo único legítimo sería lo cotidiano, la caricia inútil pero necesaria; lo sabe. Pero se va. Y se determina para siempre en su dolor, más intenso, quizá, que el desguarecimiento de la Maga, peor que todos los otros, por este despiadado ilusionismo de la lucidez, que multiplica el dolor por millones de seres, por millones de instantes, por una gigantesca impotencia. Escenas como esta, perfectas, donde se llega al centro de la angustia, donde se da, hasta el límite, el Cortázar raigal que nos esperanzó hace tiempo, hay muchas (lo dije ya) en esta primera parte. Las más memorables, se dan cerradas como cuentos: la aventura de Oliveira y Madame Trepat, único melancólico modo de la intrepidez, cuando ya no se está a tiempo de ser Robin Hood o Dick Turpin; o la carta de la Maga a Rocamadour; o aquello de la clocharde. Cuentos, dije por allí. Grandes cuentos, quise decir: cosa de gran escritor. Lo demás, como decimos por “el lado de acá”, pura tipografía.
* Notas de redacción
1. La ejemplificación no es un puro chiste. Figura, seriamente, en el libro de Castellet La hora del lector. Noé Jitrik, autor argentino del mismo libro, también la consigna.
2. En esquema, es así: señor atropellado por un auto, que resulta ser literato (Morelli) y que redacta teorías explicativas de Cortázar acerca de la propia novela de Cortázar, de su estilo, de lo bestial que será el lector si no advierte la profundidad abismática de un libro construido según esas teorías, las cuales, obvio es decirlo, permiten incluir la anécdota de un accidente callejero que, a su vez, posibilite la inclusión de esa teoría. Algo así como explicar el “nevermore” del cuerpo por la Teoría de la Composición, de Poe, pero intercalándola con el poema y recitada por la señorita Anabel Lee.
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