POLÉMICA LILIANA HEKER - JULIO CORTAZAR
LA POLÉMICA [1] - Primera Parte
LA POLÉMICA [1] - Primera Parte
Liliana Heker
Agradecimientos a El Ornitorrinco
Agradecimientos a El Ornitorrinco
Fui amiga personal de Cortázar, lo admiré y lo sigo admirando como escritor; me alegré, con los de mi generación, cuando optó por el socialismo. Todo lo cual no me impidió disentir con él en una circunstancia histórica concreta. La muerte de Cortázar, que fue vivida por mí como algo desoladoramente injusto e irreparable, no me hace arrepentir de esa disensión. Creo en la polémica y en la pasión por las ideas, creo, también, que con el enemigo real no se polemiza. Con Pinochet, con Videla, toda controversia sería inimaginable (casi resulta inimaginable que tengan alguna idea). Por otra parte, la última vez que Cortázar estuvo en Buenos Aires modificó sus conceptos sobre lo que había llamado “genocidio cultural en la Argentina” y nos prometió, a la gente de El Ornitorrinco, un diálogo. Diálogo que no pudo cumplirse: Cortázar murió dos meses después.
Exilio y literatura
En los últimos tiempos —y según ciertos enfoques más emotivos que rigurosos— los escritores argentinos damos la impresión de no ser ya individuos diversos, discutibles en tanto escritores, conscientemente inmersos o no en nuestra realidad; un milagro ha borrado los matices; hoy somos una especie de abstracción que cabría dentro de una de estas dos categorías neoplatónicas: radicados en el exterior, lo que equivaldría a “condenados fatalmente a vivir lejos de la patria”, o radicados en la Argentina, lo que equivaldría a “mártires o muertos en vida” [2]. No discuto que, en muchos casos, la difusión de este esquema responda a un propósito de solidaridad intelectual. Tampoco discuto que se origine en situaciones individuales bien concretas. Lo que pongo en duda es que la situación general del escritor argentino —que, por ejemplo, no es exactamente igual a la del escritor paraguayo o chileno; que tiene características, problemas y salidas propios y que por lo tanto exige que se lo analice en su peculiaridad—, dudo, decía, que esa situación encaje en el esquema consignado. Y también pongo en duda la eficacia histórica de erigir masivamente en víctimas a los artistas e intelectuales de cualquier país.
En primer lugar, esto proporciona una coartada y justifica la inacción; si estamos afuera, el exilio por sí mismo ya supone una “causa” e implica una “protesta”, ¿para qué intentar algo más? Si estamos en el país, la realidad nos impone el silencio; nada podemos hacer, sin contar con que “ya cargamos con nuestra cruz” por el simple hecho de estar acá. En segundo lugar, este esquema postula implícitamente el congelamiento de la cultura nacional, su imposibilidad absoluta de desarrollarse en —contra— una nueva circunstancia histórica y, en consecuencia, de incidir sobre esa circunstancia; en el exterior, la fatalidad misma del exilio impondría la desvinculación con el proceso cultural argentino; en la Argentina, el medio nos obligaría a la parálisis.
Un artículo publicado por Julio Cortázar en la revista colombiana Eco (N° 205, noviembre de 1978) contribuye —no intencionalmente pero de manera decisiva— a este esquema. Que Cortázar sea uno de nuestros mayores escritores y tal vez el más universalmente querido por nosotros, que su actitud haya sido siempre solidaria con los pueblos de Latinoamérica, vuelve dignas de atención sus declaraciones, muchas veces negligentes, sobre nuestra realidad cultural. Ya que no se le puede atribuir mala fe, al menos puede suponérsele cierto apresuramiento, una necesidad a ultranza de hacer causa común con los exiliados aun a riesgo de dar una imagen maniquea de la realidad, valiéndose de recursos más pasionales que científicos. Cortázar lo reconoce: “No tengo ninguna aptitud analítica: me limito aquí a una visión muy personal, que no pretendo generalizar sino exponer como simple aporte a un problema de infinitas facetas”. Pero pese a este propósito explícito, Cortázar generaliza, hace del “de afuera” y del “de adentro” dos condenados sin atenuantes, acomoda la situación de todos los intelectuales residentes en Latinoamérica a los requerimientos de su artículo y, con dolor, nos aplasta de un plumazo.
El artículo se llama “América latina: exilio y literatura”, y su intención general no sólo no es imputable sino que puede considerarse generosa. Postula algo así como una ética y una estética del escritor exiliado; propone la no utilización del exilio como disvalor (mera lamentación o doloroso regodeo en la propia impotencia) sino como conversión lúcida en una acción positiva, en un estímulo creador. Que un escritor use sus palabras para impulsar a otros escritores a que escriban: eso es lo que considero un propósito generoso. Que para eso se valga de recursos lírico-demagógicos, que reemplace con retórica lo que llama falta de “aptitud analítica”, no me parece siquiera justificable, sobre todo en alguien que conoce como pocos el valor y el manejo de las palabras.
Lo primero que vamos a tener en cuenta es el punto de vista del artículo. Cortázar afirma escribir desde el exilio, continuamente aporta elementos que lo ubicarían, de manera inapelable, como exiliado: “...me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora. La diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en los últimos años (...) Al exilio que podríamos llamar físico habría de sumarse el año pasado un exilio cultural (...) Un exiliado es casi siempre un expulsado, y éste no era mi caso hasta hace poco. Quiero aclarar que no he sido objeto de ninguna medida oficial, y es muy posible que si quisiera viajar a la Argentina podría entrar en ella sin dificultad; lo que sin duda no podría es volver a salir (...) mi reciente exilio cultural, que corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto lectores y críticos de mis libros, ese exilio insoportablemente amargo para alguien que siempre escribió como argentino y amó lo argentino...”. ¿Tantas palabras para demostrar su condición de exiliado? ¿No bastaba con testimoniar la situación de los que sí debieron abandonar sus países? El propio Cortázar tuvo la honestidad de declarar alguna vez que él se fue de la Argentina en 1951 porque los altoparlantes peronistas no lo dejaban escuchar tranquilo a Bartok. Nunca, hasta ahora, intentó justificarse por su condición de exiliado y si algo realmente lo justificó, para nosotros, fue la obra literaria excepcional que escribió, en París, pero con lenguaje argentino, y su manera de ir modificando aquella primera concepción sobre el ruido y Bartok. Ahora, sin embargo, declara que su “exilio sólo se ha vuelto forzoso en los últimos años”, o sea, que antes no era forzoso pero sí era exilio. ¿Exilio? Es válido suponer que al referirse a sus primeros 25 años pasados en Europa, Cortázar está utilizando el término “exilio” en sentido poético, es decir: nostalgia de la tierra en que transcurrieron la infancia y la juventud, extrañeza del idioma, extrañeza de las costumbres, etcétera (literalmente, el recurso no es más criticable que cualquier otro: un hombre puede sentirse un exiliado mientras camina entre una multitud en la calle Florida, o en medio de una familia que no lo comprende; más melancólicamente, y siempre en sentido poético, hasta se podría afirmar que todo ser humano es una especie de exiliado). Tal vez Cortázar quiso decir que de un exiliado en sentido poético se convirtió “en los últimos años” en un exiliado en sentido político. Pero no lo dice. Hago hincapié en esto porque varios de los malentendidos del artículo se sustentan en el sentido ambivalente que se le da al término “exiliado”. La nostalgia del que, voluntariamente o no, vive lejos de su tierra y la situación del que obligadamente ha debido marcharse se aluden de la misma manera; las características de uno y otro se amontonan y así resulta que todo aquel escritor que vive lejos de su patria es un escritor exiliado, lo que lo convierte a la vez en un nostálgico irremediable y en un expulsado político.
Ya refiriéndose a los últimos años, Cortázar habla de su exilio físico y su exilio cultural. En cuanto al exilio físico, declara que si bien es muy posible que pudiera entrar en la Argentina sin dificultad, lo que sin duda no podría es volver a salir. Creo que los dos modos adverbiales son un poco excesivos: matemáticamente es probable que si Cortázar decide venir, se presente algún tipo de dificultad, salvable o no; en cuanto a que “sin duda lo que no podría...”, ese mecanismo de argumentar a priori se parece bastante al de la autocensura, algo que siempre hace más daño que la censura misma. Verbigracia: si María Elena Walsh hubiera supuesto que sin duda su magnífico artículo “Argentina país-jardín de infantes” (Diario Clarín, suplemento Cultura y Nación, agosto de 1979) no iba a ser publicado y, por lo tanto, no hubiera hecho ningún intento por que se publicara, los argentinos habríamos perdido algo que hace directamente a nuestra cuestión cultural y a nuestra libertad. Son los avances que va dando un escritor respecto de los límites impuestos, y no la aceptación protestona de la fatalidad, lo que modifica la historia cultural de un país y, por lo tanto, la historia. Cortázar puede elegir o no la tentativa de venir, de acuerdo al sentido que le otorgue a un posible viaje; lo que no puede es justificar su no-viaje presuponiendo la infalibilidad de la derrota, porque eso es estar fijando, también, un modelo de conducta.
En cuanto al exilio cultural, Cortázar lo fundamenta en que la publicación de su libro Alguien que anda por ahí sólo habría sido autorizada si se suprimían dos cuentos. Como corresponde, se negó a publicar su libro cercenado, pero ¿esta situación alcanza para determinar el exilio cultural de un escritor? Arbitrariedades o barbaridades como las que consigna Cortázar constituyen el ámbito en el que, salvo épocas excepcionales, han creado y opinado todos los grandes escritores rebeldes en sus países. Y no es que yo, ahora, defienda la censura, la política editorial antinacional, la prohibición de obras y autores universalmente reconocidos, la desjerarquización de la cultura y hasta la franca cerrazón que debe soportar el sector intelectual —para no hablar de otros sectores bastante más castigados—. Simplemente digo que es ésta, y no otra, la situación de nuestros países, la que pretendemos cambiar también con nuestras palabras. Y que, aun bajo estas condiciones, Latinoamérica viene dando una literatura realmente grande, capaz de encontrar un estímulo y un sentido para el acto creador justamente en la hostilidad del medio. Y este trabajo continuo por hacer prevalecer la propia concepción del mundo hace que un intelectual o un artista se sienta culturalmente integrado a su país; de ninguna manera un exiliado cultural. Hay pocos casos en que la expresión “exilio cultural” es apropiada. Uno es el de Leopoldo Marechal, tal vez el más admirable de nuestros escritores, y le pasó entre los años 1955 y 1967 sin que hubiera salido nunca de la Argentina. Pero ese silencio que se le impuso —o se impuso—, esa casi muerte obligada, no tiene nada que ver con lo que ocurre con Cortázar, que sigue teniendo absoluta vigencia para nosotros, de quien seguimos comprando libros y a quien hasta tenemos la suerte de leer en los suplementos culturales de los diarios, pese a la declaración del propio Cortázar que su “reciente exilio cultural corta de un tajo el puente que me unía a mis compatriotas en cuanto a lectores y críticos de mis libros...”.
Y acá llegamos a una segunda cuestión que vale la pena señalar, la negligencia con que Cortázar, que sí parece haber cortado un tajo con nosotros, sobrevuela nuestra realidad cultural. “Y si hay algo peor (escribe), es lo que podríamos llamar el exilio interior, puesto que la opresión, la censura y el miedo en nuestros países han aplastado in situ muchos jóvenes talentos cuyas primeras obras tanto prometían. Entre los años 55 y 70 yo recibía cantidad de libros y manuscritos de autores argentinos noveles, que me llenaban de esperanza; hoy no sé nada de ellos, sobre todo de los que siguen en la Argentina.”
Sólo me referiré a algunas imprecisiones de este párrafo: 1) Si se le preguntara a cualquier escritor argentino in situ, y con un mínimo de lucidez, qué es lo que más lo aplasta en la actualidad, probablemente citaría en primer lugar la situación económica. Su respuesta sonaría menos patética que la enumeración antes consignada pero se acercaría más a nuestra realidad y, sobre todo, denunciaría un factor realmente efectivo de censura y de represión cultural. 2) La censura, en efecto, obstaculiza y reduce la difusión de obras literarias, aunque no creo que aplaste la creación literaria; en cuanto a la opresión y el miedo, no sólo nunca han conseguido aplastar la producción artística sino que, en general, le han otorgado un sentido y hasta han generado nuevas corrientes formales. ¿Que muchas veces retardan y dificultan la difusión de una obra? Cierto. Pero Cortázar no habla de la falta de éxito de los “talentos” sino de su rotundo y fatal aplastamiento. 3) El hecho de que Cortázar ya no reciba tantos libros y manuscritos de escritores argentinos noveles no indica, necesariamente, que los “jóvenes talentos” hayan sido aplastados por nada sino, tal vez, que ya no se les ocurre mandar sus manuscritos a París. Puedo intentar una explicación. En la década del 60, Cortázar era el acontecimiento literario más detonante de la época, y tal vez el más polémico —justamente porque vivía en París—. Para los que empezábamos a publicar entonces, era una especie de contemporáneo generacional, de amigo importante. Un escritor cercano, pese a la lejanía cronológica y física. Para la generación que empieza ahora, en cambio, es una especie de clásico; muy querido y admirado, pero clásico al fin. Ya no se lo discute; su obra ha decantado sola, y el Cortázar esencial que queda es sin duda un maestro de la narrativa, pero no tan próximo como para que a alguien se le ocurra mandarle un libro primerizo o un manuscrito. En cuanto a esos jóvenes talentos que en el 55 o el 60 llenaban a Cortázar de esperanza (¿Oliveira no diría que lo “llenaban de hesperanza”, Cortázar?), ya no son tan jóvenes; una parte ha madurado literariamente y, con las dificultades ya consignadas, va configurando su obra. Otra parte ni siquiera tenía verdadero talento. Suele suceder. Por otra parte, la década del 60 fue tan brillante, tan eufórica —para toda la literatura latinoamericana— que, en comparación, otra época literaria puede parecer opaca. Con malicia, también se podría preguntar qué fue de ese aluvión de obras espléndidas —Cien años de soledad, Rayuela, La ciudad y los perros, El siglo de las luces, Las armas secretas, Los funerales de la Mama Grande, Conversación en La catedral— que a los jóvenes talentos nos llenaban de esperanza en la década del 60. Por supuesto que esa fiesta tenía que ver con un fenómeno histórico que parecía extenderse por toda América. Pero ¿qué hacemos los escritores, ciertos escritores, cuando el fenómeno se revierte? ¿Enmudecemos hasta que vengan épocas mejores? ¿Cambiamos de país? ¿Agotamos nuestras palabras en lamentaciones por nosotros mismos? ¿O asumimos, por fin, con los riesgos que implica, el poder modificador que, en épocas más propicias, solemos asignarle a la literatura?
La tercera cuestión que quiero señalar es cierta tendencia de Cortázar a generalizar y dramatizar excesivamente cuando se refiere al exilio de los intelectuales, y sobre todo, a su propio flamante rol de intelectual exiliado. “Creo que las condiciones están dadas entre nosotros, los escritores exiliados, para superar el desgarramiento, el desgarramiento que nos imponen las dictaduras (...) El hecho está ahí: nos han expulsado de nuestras patrias (sic). En términos compulsivos y brutales (el exilio) tiene el mismo efecto que en otros tiempos se buscaba en América latina con el famoso ‘viaje a Europa’ de nuestros abuelos y nuestros padres. Lo que ahora se da como forzado era entonces una decisión voluntaria y gozosa (...) Ya no se trata de aprender de Europa, puesto que incluso podemos hacerlo lejos de ella (...) se trata sobre todo de indagarnos como individuos pertenecientes a pueblos latinoamericanos...” Súbitamente, Cortázar parece haber olvidado que él hace veintiocho años que se fue a París, que su viaje a Europa no es demasiado diferente del que emprendieron “nuestros abuelos y nuestros padres”, que no se fue “forzado” sino por “una decisión voluntaria”, y que en estos veintiocho años regresó una sola vez en calidad de escritor a nuestro país. Hechos, todos estos, que no desmerecen su obra literaria excepcional ni su opción afectiva (y a la distancia) por los movimientos progresistas de América latina. Pero lo desautorizan como latinoamericano brutalmente expulsado de su país en los últimos años.
Creo que Cortázar se ha dejado llevar hasta la exageración por el valor emotivo de las palabras y, a medida que avanzaba en su artículo, se iba olvidando de algo que él mismo planteó al principio: lo que estaba tratando era “un problema de infinitas facetas”. Si fuera válido el equivalente exiliado-expulsado que él mismo propone, sólo una mínima parte de los escritores argentinos en el extranjero entraría dentro de esta categoría. Un enfoque menos desgarrador pero más realista nos permite ver que el éxodo de muchos escritores argentinos obedece a razones diversas. Entre otras: 1) dificultades económicas y laborales (que, naturalmente, no afectan sólo a los escritores), 2) un problema editorial grave, que obstaculiza las tareas específicas del escritor, 3) una cuestión de aguda sensibilidad poética: sentir que él no puede soportar lo que sí soporta el pueblo argentino, 4) la búsqueda de una mayor repercusión o de una vida más agradable que ésta, 5) la búsqueda de un ámbito de mayor libertad.
Y es este último punto el único en que conviene detenerse, ya que plantea una cuestión de fondo.
La libertad, ¿no es el ámbito que le corresponde a un intelectual, a un creador? ¿No es el ámbito que necesitan para desarrollar plenamente su pensamiento y su obra artística? Sin duda que sí. Las restricciones a esa libertad, entonces, ¿no son una razón suficiente para que un escritor se sienta obligado a irse aun cuando nadie, explícitamente, lo expulse? Para responder a este interrogante puede considerárselo según dos aspectos: el de la creación y el del testimonio inmediato. En cuanto a la creación (independientemente del trámite posterior, y por supuesto que necesario, de la publicación), sólo el autor puede decidir cuál es el ámbito que necesita para su trabajo. Si le basta con la libertad de su pieza, si necesita una atmósfera cultural libre, si le hace falta oír su idioma y recorrer su barrio y palpar la realidad de su gente, o si por el contrario sólo a la distancia y a través de la nostalgia consigue testimoniar su mundo, ésas son elecciones que, a priori, no son ni buenas ni malas. Turgueniev escribió su obra en París y Tolstoi nunca salió de Yasnaia Poliana; Hemingway necesitó vivir los lugares; Cortázar, recordar su Buenos Aires personal desde París; Rulfo, quedarse en México. Sólo sus obras justificarán o no estas elecciones. Son elecciones egoístas, en el sentido unamuniano, que tienen que ver muy poco con el exilio político; no se explican sino por la paradójica condición egoísta del acto creador y sólo pueden ser juzgadas a partir de la obra que produce esa actitud egoísta. Si Gauguin hubiera sido un pintor mediocre, su famoso acto de libertad se habría transformado en una intrascendente canallada de entrecasa.
Algo similar puede aplicarse a la obra de pensamiento a largo plazo, a la obra científica, sólo que en ese caso el “ámbito propicio” suele consistir en recursos materiales concretos que, con mucha más frecuencia que en el caso de la creación artística, vuelven necesario el éxodo.
En cuanto al aspecto testimonial, en cuanto al ejercicio inmediato de la libertad que sólo tiene sentido en tanto actúa ahora y aquí sobre los otros, siempre está condicionado por esos otros. En una isla desierta yo puedo hacer un ejercicio total de mi libertad de expresión, puedo decir mi verdad sobre el mundo tal como la concibo, pero ¿para qué y para quién la digo? Y yendo a una situación menos extrema: ¿qué sentido tiene, para un escritor nacional, testimoniar su verdad si no va a ser leída por aquellos, fundamentalmente sus compatriotas, para quienes esa verdad está destinada? La escritura como acto político necesita el receptor adecuado, no es un grito en el vacío ni tiene un valor absoluto: su valor es circunstancial, y, por lo tanto, debe estar inmersa en la circunstancia sobre la que pretende actuar. De modo que, en este caso, la búsqueda de un ámbito de mayor libertad de ninguna manera tendría un carácter compulsivo.
Esto no invalida la elección personal de un escritor de irse a vivir adonde le parezca: y mucho menos niega el hecho de escritores que han debido irse sin posibilidad de elección. Simplemente, intenta desvirtuar ciertas generalizaciones que nos están transformando en extraños para nosotros mismos y que nos imponen una realidad estática y aplastante.
No somos héroes ni mártires. Ni los de acá ni los de allá. El alejamiento, la permanencia en el propio país, en sí mismos, carecen de valor ético. Los “esfuerzos que los sufridos intelectuales llevan a cabo para mejorar un aspecto de la Argentina” de que habla Marta Lynch en “El duro oficio de ser argentinos” (Clarín, Cultura y Nación, 2 de agosto de 1979) también son una bonita generalización, una manera retórica de salvaguardarnos en montón. Se puede ser un traidor adentro o afuera, un gran escritor en el propio país o en el extranjero. Se puede asumir una perspectiva nacional aun en el exilio y escribir desde la torre de marfil en el propio suelo. Qué hizo, qué hace un escritor con sus palabras, ésa es la cuestión última.
Ya sabemos que no estamos en el mejor de los mundos. Que muera o se silencie un solo hombre, aquí o en cualquier lugar del mundo, sin que nadie responda por su libertad y por su vida, ya es un hecho de tanto peso como para que signe cada una de nuestras palabras y de nuestros actos. Pero no aceptamos que se lo transforme en nuestro símbolo. Porque eso sería aceptar como símbolo la muerte. Y a nosotros, acá, nos toca hacer aquello que Cortázar, ahora sí con toda su lucidez de escritor, recomienda a los latinoamericanos residentes en Europa: sumergirnos en nuestra situación y volverla un hecho positivo. No aceptamos, de París, la moda de nuestra muerte. Es la vida, nuestra vida, y el deber de vivirla en libertad lo que nos toca defender. Por eso nos quedamos acá, y por eso escribimos.
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