La revista La mujer de mi vida supo tener una sección en la que escritores, dramaturgos, músicos, confesaban sus pecaditos, sus "gustos perversos" como decía Mario Levrero. Como todo crimen prescribe con el tiempo, proponermos recordar algunos sin cuestionarlos. Aquí traemos el de la escritora escritora Liliana Heker.
Liliana Heker, la escritora se anima a declarar un abanico de disgustos literarios e intelectuales que pone en discusión a más de un consagrado, desde Mallea hasta Saussure pasando por el mismísimo Dante.
Confieso que, preventivamente, nunca salí del Infierno de Dante; desconfié (sigo desconfiando) de que el Purgatorio y el Paraíso me deparen una fascinación igual, aunque no descarto que un día me les anime y descubra que estaba equivocada. En cambio sé que nunca voy a completar la lectura de La condición humana, de Malraux ni de Los desnudos y los muertos. Lo intenté en los 60, cuando eran libros sagrados, y no conseguí pasar de la décima página. Tampoco pude con Saussure: su empecinamiento en utilizar (mal) ciertos símbolos matemáticos y mi imposibilidad de aceptar que una expresión como [significado sobre significante] quería decir algo hicieron que abandonara furiosamente el libro. No pude franquear el principio de ninguna novela de Eduardo Mallea ni de Manuel Gálvez, y lo peor es que ni siquiera me preocupa. En cambio, haciéndome violencia y solo porque varios críticos argentinos la encumbran, leí del principio al fin La bolsa, de Julián Martel; puedo decir, con conocimiento de causa, que me parece espantosa. Cuando encaré El fiord, de Osvaldo Lamborghini, ya había aprendido que la violencia no hace mella en las predilecciones literarias: pese a los críticos, desistí de la lectura a las pocas páginas.
Me produce placer leer novelas policiales, de esas bien tradicionales, con un detective brillante, un enigma y varios sospechosos. Si llueve y yo tengo todo el tiempo del mundo, mejor que mejor. Me encantan las canciones muy acontecidas, que hablan de amores contrariados, huérfanos, primos poderosos y muchachas tísicas. Mi madre las cantaba: sospecho que a esos encuentros tempranos con la tragedia debo mi inclinación a construir historias. Y, aunque cocinando soy una perfecta inútil, no puedo sustraerme a la sensualidad de una buena receta de cocina. El nombre de ciertas especias, las virtudes del alcaucil, el crujiente dorado de los buñuelos, me provocan un deleite en el que, no lo dudo, la gula se enreda con el amor a las palabras.
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