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La escritura como un acto de plena libertad Entrevista a Liliana Heker

Writing as an act of full freedom. Interview with Liliana Heker

Laura Elina Raso 1

Recibido: 09/11/2016
Aceptado: 03/02/2017
Publicado: 08/09/2017

Es una tarde de octubre de 2016, a pocos días de la presentación de sus Cuentos reunidos y toco el timbre del departamento de Liliana Heker en San Telmo. Sé que me esperan allí la sonrisa de Ernesto Imas, su compañero, los libros en su escritorio luminoso (Liliana ama la luz: ya hace años se confiesa una escritora diurna), sus gatos y la charla animada que ella suele recorrer sin que hagan falta preguntas. Dejo mi celular grabando esa venturosa red que va tejiendo con las palabras y me limito a alguna acotación, todo lo cual se parece bastante poco a una entrevista.

Y es que Liliana Heker, además de la gran escritora que publica cuentos, novelas, ensayos y entrevistas desde los años sesenta, además de la lúcida intelectual comprometida, la que, junto a Abelardo Castillo llevara adelante revistas decisivas en la historia de la literatura –y la política– argentinas como El grillo de papel, El escarabajo de oro y El ornitorrinco, es –como si fuera poco lo enumerado– una fascinante conversadora.

Un mes más tarde, un 17 de noviembre, voy a estar en la librería Eterna Cadencia, para la presentación del nuevo libro. Pero en este soleado día de octubre, me siento frente al café que me ofrece e intento llevar adelante una entrevista que enseguida se sale de los cauces normales y se convierte en una charla que empieza con esa buena nueva de un libro y se ramifica en el horror que sentimos ambas por este delirio caótico e imprevisible en que ha devenido el mundo.

Laura Raso (LR): ¿Tu nuevo libro es la recopilación de toda tu narrativa, tus novelas también?

Liliana Heker (LH): Todos mis cuentos ya publicados y seis cuentos nuevos, no las novelas. No los ajusté según el orden en que aparecían en los viejos libros, sino que los agrupé de manera diferente. No quería que esa compilación fuera una especie de dato histórico sobre mi obra. Los cuentos son cuentos, no biografía. Quería que cada uno significara por sí mismo. En ese nuevo orden, los reagrupé en tres secciones de catorce cuentos cada una –cada una bajo el
título, de algún modo aglutinante, de uno de los cuentos: “La fiesta ajena”, “Vida de familia” y “Arte poética”–, separadas entre sí por tres nouvelles: “La muerte de Dios”, “Don Juan de la casa blanca” y “La crueldad de la vida”. Quise cerrar el libro con esa nouvelle, en primer lugar porque sus protagonistas, Mariana y Lucía, ahora adultas, van recorriendo todos mis libros; en segundo lugar, porque el final se abre, incierto e inexorable, hacia una instancia desconocida.

Quiero señalar que el libro se llama Cuentos reunidos y no “Cuentos completos”
porque no tengo el más mínimo interés en completarme. Me gusta la idea de que haya algunos –pocos– cuentos inéditos que, tal vez –espero–, abren mi narrativa hacia una nueva posibilidad.

LR: ¿Has pensado en volver a escribir novelas?

LH: No sólo lo he pensado, tengo la idea de una novela. El título, no sé si provisorio o definitivo, es Greta y el optimismo. En un primer momento pensé que la protagonista iba a ser la del cuento “De la voluntad y sus tribulaciones”, ya que veía esta nueva narración como una de las posibles instancias vitales de ese personaje. Después me di cuenta de que me iba a restringir porque tendría que atenerme a un pasado que ya había contado en “De la voluntad...”. Por eso me decidí por un nuevo personaje, Greta, con su propia historia. Creo,
de cualquier modo, que tiene relación con esa Vica del cuento que cierra el libro La muerte de Dios (2011) y que, me pareció en ese momento, abría mi narrativa hacia otro lugar. Quizás ese lugar tiene que ver con esta nueva novela y con mis cuentos nuevos, especialmente con el último que escribí, “Giro en el aire”. Mi impresión es que hay una perspectiva distinta en mi narrativa actual, que seguramente tiene que ver con mi edad, con cosas que voy descubriendo
con esta experiencia inexplorada que es mi edad de ahora. Creo que uno es nuevo para sí mismo en cada edad que uno tiene, un personaje desconocido al que hay que asumir, lo que es muy tentador para la escritura.
Por eso, casi sin darme cuenta al principio, y ahora consciente de eso, estoy indagando en mi narrativa a ese nuevo personaje cuyos conflictos conozco de a poco.

LR: Ese “yo” ficcional que aparece en tus textos, está, de alguna manera, atravesado por experiencias vitales que refractan la realidad. ¿De qué manera lo social, nuestra complicada historia, se traduce en tu escritura en esta nueva instancia?

LH: En este momento la atraviesa como una dificultad enorme que me plantea un desafío: digamos que es una traba y, a la vez, una tentación. Al principio me había propuesto indagar las contradicciones de Greta respecto del optimismo, solo en el plano personal. Pero inevitablemente se me coló la Historia. Yo misma me sentía, me siento, ahogada en nuestro presente, sin ver una salida. Y me planteé: qué hace hoy con su “natural optimismo”, una persona que vive inmersa en la Argentina y en el mundo. Así que, me lo haya propuesto o no,
la novela va a tener que vérselas con el contexto histórico. En El fin de la historia, sin lo histórico, no hay narración. En Greta y el optimismo, me
resulta imposible eludir el peso de la Historia. No estoy segura de si la novela va a transcurrir en el momento actual o en la década de los 90, en que se dio en nuestro país un contexto histórico similar al actual. Eso me permitiría tomar cierta distancia. Es difícil escribir una novela con marco histórico, cuando una está ubicada en el centro mismo de ese marco. De hecho, terminé El fin de la historia veinte años después del golpe militar.

LR: En tus ensayos, y también en algunos cuentos, te cuestionás sobre el proceso de escritura. Hay en tus novelas una estrategia que creo, es característica de tu escritura: un desdoblamiento entre la protagonista que escribe con dificultad –su historia de amor, en Zona de clivaje, el “heroico” destino de su amiga montonera, en El fin de la historia– y un narrador que cuenta fragmentariamente la historia de la que escribe. Es como una cierta “puesta al desnudo” de los procedimientos narrativos. Pero, además, coordinás talleres de escritura.

¿Qué preguntas siguen interesándote sobre este tema después de tantas décadas desde tu primera publicación?

LH: En primer lugar, todo lo que apuntás surge de una fascinación por el proceso creador. Estoy continuamente viendo qué pasa cuando escribo y cuando no escribo. Es una fascinación de la que necesito hablar, que quiero compartir. Las preguntas siempre están renovándose en mí, como escritora y como lectora, pero también como coordinadora del taller literario. Nadie se recibe de escritor, ni en mi taller ni en ninguna parte. Cada uno viene con su dosis de talento, de locura, con su visión del mundo. Trato de que cada uno aprenda a expresar de la
mejor manera eso que trae.

LR: La pregunta está bastante trillada, pero ¿vivís con angustia ese tiempo de “no escribir”? 

LH: No escribir... A ver, hay una cierta confusión con respecto a qué es para un escritor estar escribiendo. Creo que no se trata del acto en sí de teclear o escribir en un cuaderno. A veces uno puede realizar estos actos visibles, reconocibles, y estar mintiéndose a sí mismo. En cambio, hay momentos en que uno se descubre inventando, armando, el cuento o la novela que vagamente pensaba escribir. Voy caminando y se me va ocurriendo algo que puede cuajar
en un cuento. Eso para mí es estar escribiendo. Los períodos en que eso no pasa, en que me siento opaca, son angustiosos porque no sé si voy a conseguir remontarlos. No hay ninguna garantía de que uno pueda volver a escribir.
Cuando terminé mi primer libro Los que vieron la zarza, descubrí eso, la incerteza de la escritura. El clic se me dio cuando empecé a escribir el cuento “La llave”. Entonces me di cuenta de que estaba escribiendo lo que quería. Además, fue el primer cuento que escribí con la Remington. Me habían robado la Olympia, la primera máquina de escribir que fue mía y que me había regalado mi papá antes de morir. Me compré la Remington gracias a mis primeros derechos de autor y una colecta que hice entre mi hermana, mi mamá y Abelardo Castillo. El primer cuento que escribí con esa Remington, que amé, fue “La llave”.

LR: “La llave” es uno de esos cuentos tuyos que han generado análisis psicoanalíticos, ¿esa impronta es deliberada?

LH: No fue deliberado. Sí, es cierto, el cuento dio lugar a algunos análisis psicoanalíticos. De hecho, varios de mis cuentos han sido motivo de estudio para psicoanalistas. Mejor no indago demasiado en el porqué. Supongo que tengo cierta predisposición a los personajes obsesivos, o negadores. En “La llave” en particular, a la protagonista le pasan cosas muy desdichadas que nunca admite. Tiene un exceso de optimismo: toma cualquier acontecimiento mínimo como una señal auspiciosa, mientras el lector se va dando cuenta de que todo lo que le pasa es terrible.

La génesis de ese cuento tiene dos vertientes: una es teórica: yo creía (de algún modo lo sigo creyendo) que el cuento perfecto es aquel en el que el protagonista no es consciente de lo que pasa, solo el lector lo advierte; de ese modo, toda la responsabilidad, toda la angustia, recae sobre el lector. A los 18 años había escrito un cuento donde se daba esta situación,
“Ahora”, en el que el narrador narra cómo se va volviendo loco su hermano, y el lector va entendiendo que el loco es el que narra. Pero mucho más adelante tomé conciencia de que yo, sin enunciarlo, ya venía respondiendo a esa idea del cuento.
La segunda vertiente tiene que ver con una historia cercana: la de una muchacha de la que se separó un escritor joven de los  ́60. Como ella no pertenecía por sí misma al mundo literario de los ’60 y tampoco a ningún otro mundo, quedó sola, como girando en el espacio.
Eso me impresionó y quise escribir un cuento a partir de esa situación. Afortunadamente, la realidad no se parece al arte. Volví a ver a la muchacha muchos años después y le había ido fantástico. Podía mantenernos a mí y al joven escritor que la dejó (risas).

LR: Esa “traición” entre lo que se imagina de un personaje y lo que termina siendo (en el caso de “La llave”, cuando se confronta con la realidad), es el germen de la escritura en El fin de la historia: esa mujer soñada por Diana, a la que ella cree muerta y heroína y que al final es la “mujer cetrina y un poco opulenta que está alimentando con fervor a su niña, la que estaba hecha para beberse la vida hasta el fondo de la copa”, desentendida, al parecer, de su peso en la historia de las muertes y desapariciones. ¿Buscaste ahí también la responsabilidad del lector en armar la figura?

LH: Es un caso distinto. Diana, cuando cree muerta a su amiga, no hace más que extrapolar desde esa imagen que ella conoció en la infancia y, sobre todo, en la adolescencia: la de una especie de “Pasionaria”. Ella no puede imaginar para su amiga otro destino que el de ser una desaparecida. Lo que pasa es que cuando indaga en el pasado, se da cuenta de que hay ciertos datos que no quiso ver; indicios, en esa adolescencia compartida, que podrían haberla llevado
a conjeturar lo que de verdad ocurrió, y le costó tanto admitir.
Volviendo a “La llave”, pude escribir ese cuento cuando se me ocurrió el recurso del “objeto-perdido”. La protagonista pierde algo y su único problema es descubrir dónde lo dejó. Mientras hace el recorrido de ese día, el lector va descubriendo lo que le pasa y en esa pregunta, el lector va leyendo lo que la protagonista no quiere ver. Me gustó que el objeto fuera una llave: el que pierde una llave no puede “entrar a”. El conflicto se vuelve más intenso, más palpable. Escribí ese cuento y me pareció que estaba encontrando una manera nueva de narrar.

LR: Te pregunté por ese cuento y su relación con el psicoanálisis porque me interesa saber de qué manera los discursos críticos de la literatura o el psicoanálisis han atravesado tu escritura, es decir, ¿leés crítica, te interesa?

LH: Leo crítica cuando me apasionan la escritura y la mirada del crítico; por ejemplo, Genette o Bachelard. Cuando son creadores, capaces de una revelación. Eso, el poder de revelación, es lo que me interesa de una crítica. Para mí, leer una novela y leer un texto crítico, constituyen distintos modos de la lectura. Lo que pueden despertar en mí depende de su excelencia. Hasta donde puedo ver, la crítica no influye en mi escritura.
Pienso que la ficción no debe nutrirse de la crítica. Un escritor de ficciones no escribe para la aprobación del crítica ni para demostrar una teoría.

LR: Hay algo que me parece interesante en tu narrativa –o es mi manera de leerla, quizás–, y es que puede rastrearse en tus textos el transcurso del tiempo, o mejor dicho, leer entre líneas la época en que fueron escritos. Sin embargo, hay una coherencia ética en esa escritura, una posición que seguís manteniendo hasta ahora, aun cuando ese no sea el “tema”.

LH: Lo que pasa es que mi visión del mundo sigue siendo la misma. Sigo creyendo que el único mundo aceptable sería aquel en que todos pudieran vivir dignamente; esto es: educarse, alimentarse como es debido, desarrollar a pleno sus aptitudes, tener un trabajo y una vivienda dignas. Resumiendo, aspiro a un mundo genuinamente socialista que, en esta realidad en que vivimos, veo cada vez más lejano. Volviendo a la literatura: no es que me proponga dar testimonio de mi visión del mundo, sino que esa visión del mundo me constituye, como me
constituyen mi propia locura, mis obsesiones, el barrio en que nací, el género al que pertenezco. Esa visión del mundo emerge a veces de manera evidente. Por ejemplo, en cuentos como “La fiesta ajena”, “Los que viven lejos”, “Las monedas e Irene”, “Delicadeza” o en una novela como El fin de la historia. En otros textos es menos visible, pero esa visión está, desde ella escribo.
De todas maneras, creo que el arte en general, y la literatura de ficción en particular, debe ser ambigua y con múltiples capas de significación; ahondar en lo conflictivo, en lo contradictorio, no caer en la facilidad de las verdades consensuadas. Por eso, supongo, algunos de mis textos son polémicos: El fin de la historia en particular. Para repetir verdades consensuadas, no vale la pena escribir una novela o un cuento; esa verdad ya está ahí, es lo que se da por sentado. Me interesa aquello que interpela al lector, que lo desestabiliza en sus
convicciones. El pensamiento en manada no tiene nada que ver con la mirada de un intelectual, ni con la de un artista.

LR: Vos mencionás en uno de los ensayos de Las hermanas de Shakespeare (1999), unas palabras de Abelardo Castillo 2 cuando dice: “Cuando un político, un juez, un maestro o un escritor de nuestro país afirma civilizadamente: ‘La democracia es la menos mala de las formas de gobierno’, está, sencillamente, dándole una sintaxis seductora a la idea de que el Estado liberal tiene de sí mismo: la democracia burguesa es la mejor forma de gobierno”. Es la pregunta que nos hacemos siempre desde la literatura, desde la crítica: ¿qué es ser normal?, ¿cómo no hacerle el juego a este sistema?


LH: Es muy difícil, creo que hay grados. En los  ́60 debatíamos hasta el punto de plantearnos que, cuando uno saca un boleto de ómnibus, también está colaborando con el sistema, solo que se trata de una colaboración si no inevitable al menos de poco peso. Es cierto. En el mundo capitalista en el que vivimos, solo viviendo de manera primitiva podríamos no colaborar con el sistema. Pero tener un discurso que, explícita o implícitamente, apoya a un
gobierno, a un sistema capitalista, es otra cosa. Es responsabilidad de un intelectual situarse o no como parte del sistema. Una cosa es sobrevivir en un sistema injusto y otra cosa es ser cómplice de ese sistema.

LR: ¿No es difícil para un escritor salirse de esa presión del sistema? Me refiero, por ejemplo, a los contratos con editoriales. Vos mencionaste alguna vez que no firmás un contrato antes de terminar un libro, que no escribís por contrato, ¿ese también es un compromiso, una manera de no cercenar tu propio deseo?

LH: Es una manera de escribir en libertad. Si yo tengo la presión de una editorial, escribo para “cumplir” una obligación. Y para mí, la escritura es un acto de plena libertad. Si tengo que estar veinte años para escribir la novela que quiero, estaré veinte años. Trabajo cada texto hasta las últimas consecuencias y no acepto que nada externo a mis propias dificultades me limite el trabajo.

LR: De tus talleres han surgido nuevos escritores, ¿cómo ves la narrativa actual en la Argentina?

LH: Hay narradores excelentes. No quiero generalizar, porque en toda generación se escribe de más y se dan escritores que son olvidables. Lo notable, lo alentador, es la renovada pasión por narrar. Más allá de lo desastroso del mundo actual –o tal vez a causa de ese desastre– se advierte la necesidad del trabajo creador. Lo veo como un síntoma de que no todo está enfermo.
Hay muchos escritores que han surgido en este nuevo siglo: Pablo Ramos, Samantha Schweblin, Alejandra Zina, Alejandra Camilla, Romina Doval, Ariel Urquiza, Inés Garland, Selva Almada, Margarita García Roballo, Martín Hain, y muchos otros, realmente excelentes.
Creo que esa característica saludable –algunas cosas buenas tenemos que tener los argentinos, y, sin duda, individualmente, las tenemos—la de haber tenido y seguir teniendo una narrativa potente, sigue en vigencia.

LR: El arte resiste.

LH: Cuanto más abrumador es el presente, más necesidad tenemos de hacerle frente a través de la ficción. Una cuestión distinta es la difusión que pueden tener esos textos. En épocas favorables, sin duda la difusión es mayor; cuando buena parte de la gente apenas puede cubrir sus necesidades básicas, es lógico que los libros se difundan poco y también que se publique menos. Pero es en épocas como esta que hay que crear caminos alternativos. Hay editoriales
chicas que siguen arriesgándose a publicar. Hay hermosos ciclos de lectura. Debería haber, creo, más revistas.

La tarde va apagándose cuando salgo del edificio. En una pared cercana a la casa de Liliana leo un homenaje a Rodolfo Walsh y una frase de Galeano sobre él: “Tú no moriste contigo”. En un rato estaré en un bar que se jacta de haber sido anfitrión habitual de Cortázar. Pienso en los libros que nos formaron, pienso en los escritores con los cuales nos hermanamos sin que los hayamos visto una sola vez. Y entonces me felicito por haber tenido la osadía de presentarme a Liliana y de ser su contemporánea y su dichosa lectora. La literatura como puente.

1 Laura Elina Rasso: Magister en Letras por la Universidad Nacional de San Juan. Profesora Adjunta de Literatura Argentina II, Departamento de Letras de la Universidad Nacional de San Juan. Contacto lauraraso@hotmail.com; http://orcid.org/0000-0001-6388-5844.    

2 Abelardo Castillo:  Pocos meses después de esta entrevista, murió Abelardo Castillo. Los amantes confesos de ambas narrativas, sabemos cuánto de interacción hay entre estos dos escritores. Pero además, fue Abelardo quien invitó a Liliana Heker a escribir en las revistas. Bastó una carta con una poesía propia de esa adolescente curiosa e inteligente al escritor que ya era Castillo, para que él le respondiera que el poema no era bueno, pero que en su prosa se veía que era escritora. Así lo despedía Liliana desde Página/12 a principios de mayo de 2017: “Es por algo que estoy descubriendo en estos días: desde hace décadas he vivido y he escrito con la seguridad de que Abelardo está. No importaba que pasaran semanas sin que supiéramos uno del otro: la amistad, a diferencia del amor, puede prescindir de la cercanía. En cualquier acontecimiento vivido, en cualquier página leída o escrita, anidaba la instancia de que un día, en un diálogo telefónico (nuestro vínculo fue altamente telefónico), el suceso despuntara y entonces discutiéramos o nos riéramos a propósito de él, o compartiéramos la fascinación que había despertado en una y en otro. Era una certeza entre tanta incertidumbre, un hecho afortunado ese saber-que-está. Pero resulta que el último martes, entre mensajes conmovidos y llamadas mediáticas, recibí una llamada absurda, venida de los orígenes de ‘El escarabajo de oro’, que fugazmente me hizo imaginar una escena muy cómica. Entonces pensé: se lo tengo que contar a Abelardo. Y no; supe de golpe y sin atenuantes que eso no iba a ocurrir. Ahí está lo extraño, en el vacío con el que escribo estas palabras y con el que tengo que aprender a convivir de ahora en adelante, con el que tendremos que aprender a convivir todos aquellos que tuvimos la suerte de conocerlo y quererlo”.  

Estudios de Teoría Literaria, 6 (12), “La escritura como un acto de plena libertad. Entrevista a Liliana Heker”: 245-251 

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