La autora de Los bordes de lo real y El fin de la historia, presenta la antología Cuentos de Tenis con textos de Fabio Morábito, David Foster Wallace y William Somerset Maugham, entre otros.
Por Liliana Heker
18 de enero de 2013
18 de enero de 2013
Me instalo ante el escritorio varias horas después de lo previsto. ¿El motivo? En el court central de Wimbledon acaba de jugarse el partido de tenis más largo, y tal vez el más emocionante, de que se tenga registro en los Juegos Olímpicos. Durante cuatro horas y veintiséis minutos, Roger Federer y Juan Martín del Potro, sin darse tregua y disputando cada punto al límite de su talento y su pasión, protagonizaron una semifinal que, sin exageración, quitaba el aliento, y yo, que me había propuesto empezar este prólogo a la mañana temprano, ya bien pasado el mediodía continuaba estática ante la pantalla del televisor. Aunque “estática” no es el término preciso: debo confesar que tampoco para mí hubo tregua. Tuve que correr para llegar a cada drop, quedar en suspenso ante la amenaza de un smash demoledor, darle indicaciones a Del Potro, sufrir como una madre algún error indigno del genio de Federer, saltar con cada jugada magistral. Durante casi cuatro horas y media oficié de ojo de halcón, de trainer, de público fervoroso y de cada uno de los tenistas.
Dicho esto se me hace sencillo contarles a ustedes, que están por entrar en el mundo de esta antología, el entusiasmo que despertó en mí la seguridad de que tenía por delante la lectura de once cuentos que, de una u otra forma, aludirían al tenis. Se trataba (pensé) de un hecho fuera de lo común. Y no porque el deporte en general no constituya, desde siempre, un material sabroso y frecuente para los narradores. Es natural que ocurra así: la rivalidad, la búsqueda a cualquier precio de la perfección, la lucha por prevalecer, lo trágico de la derrota, la decadencia, el placer, el fracaso, el complejo y casi inexplicable sentimiento de quien observa a los contrincantes desde afuera no solo son instancias de lo deportivo: dan cuenta, además, de varias luces y sombras de la condición humana. Basta reparar en las numerosas ficciones —algunas notables— cuya cuestión central es el fútbol o el boxeo.
Pero, justamente, esa profusión no se da con el tenis, que parece irrumpir solo de manera esporádica en la narrativa. Habría una posible explicación: el anacrónicamente llamado “deporte blanco” no guarda el dramatismo del boxeo ni es una pasión popular de la manera en que lo es el fútbol. Cierto, sí. Pero cualquiera que, como espectador o como jugador, se haya acercado a él sabe que el tenis tiene una fascinación y una gama de posibles conflictos que le son inherentes y que, abordadas desde la literatura, sin duda deben de resultar reveladoras. Y no me refiero solo al juego en su máxima posibilidad de perfección y de belleza, protagonizado por aquéllos que David Foster Wallace llamó tenistas de élite, aunque no me cabe duda de que también en ese grupo selecto, detrás de su juego sublime, se podrían rastrear unas cuantas pasiones. Con ironía, Wallace escribió: “Ser un atleta de élite en acción es ser ese híbrido exquisito de animal y ángel que los espectadores medios y no hermosos casi nunca conseguimos ver en nosotros mismos”. Y eso —los espectadores medios y no hermosos—, también es el tenis y es materia para la escritura. Pero sobre todo lo son los jugadores medios, con su posibilidad de placer pero también de ferocidad, con su sueño, dentro de la cancha, de estar pegando en este mismo momento un revés con slice que no tiene nada que envidiarle al de Gasquet, con su aceptación de jerarquías tácitas por las que recibirá sin discusión, y provocará sin escrúpulos, desaires que en cualquier otro ámbito le resultarían inadmisibles. La incomparable alegría del juego y la furia contra uno mismo ante un tiro malo, porque a quién echarle la culpa si no hay equipo en el cual recostarse y el jugador está solo, sin atenuantes, ante el rival. Esos sentimientos también son el tenis. Y lo es el estatus, claro. Porque este juego requiere, sin apelación, una cancha y una raqueta, lo que lo limita a countries y a hermosos espacios arbolados, con la carga de conflictos sociales que esta situación acarrea. Y a modestos clubes de barrio, cómo no, con sus propias contradicciones. Aunque esta última posibilidad, digamos, no existe desde siempre.
Es curioso. Si voy hacia atrás y trato de rastrear mis primeras vivencias del tenis, no encuentro nada parecido a esos domingos donde el fútbol se respiraba en las calles, ni esas ráfagas de boxeo que yo veía en los noticieros del cine y gracias a las cuales conocí las excentricidades de Gatica y veneré a Pascualito Pérez. Lo que encuentro en mis orígenes es una imagen que, más que con una pasión deportiva, tiene que ver con los ensueños que provocaban en mí los relatos de mi madre, quien tenía la virtud de comunicarme (como se narra un cuento maravilloso) las inagotables formas de su deseo. Esa imagen de la que hablo proviene de uno de sus deseos. En ella está mi madre, casi adolescente, sentada en el umbral de su casa un domingo al atardecer y mirando con nostalgia, o tal vez con envidia, a una muchacha de piel tostada y ropa deportiva que viene por la vereda trayendo en la mano una raqueta de tenis. Lo que yo veía en la muchacha de la raqueta era el espejismo de opulencia de una chica pobre que amaba el lujo y el tenis, los que, en su imaginación, configuraban una misma cosa inalcanzable.
Y en buena medida lo eran. Solo cuando se verificó una democratización de los deportes y los clubes no necesariamente fueron cosa de ricos, el tenis dejó de ser tan restrictivo. Pero (al menos en la Argentina) solo a partir de la irrupción deslumbrante de Guillermo Vilas, empezó a ser algo así como una cuestión de interés nacional. No solo sucedió que las canchas se llenaron de principiantes; también se empezó —empezamos— a hablar de tenis y aprendimos a mirar los partidos instalados de este lado de la red. Nos referíamos a Björn Borg, y a Jimmy Connors, y a McEnroe, como a antiguos conocidos, y sin que nos diéramos cuenta el tenis, gradualmente, dejaba de ser patrimonio exclusivo de la muchacha tostada que avanzaba con su raqueta y comenzaba a ser un deporte posible, un placer posible, también para una discreta clase media.
Y todo esto: el objeto de deseo, el porqué de ciertos cambios históricos, la belleza que encierra una hermosa jugada, las bajezas, la alegría incomparable de moverse en la cancha, el sueño de un ascenso social, sin duda hacen del tenis materia propicia y singular para la literatura.
Esta antología resulta una prueba concluyente de que es así. Escritores de varias generaciones y nacionalidades —latinoamericanos, estadounidenses y europeos—, apelando al realismo o a lo fantástico, van develando a través de sus cuentos los modos en que el tenis se puede vincular con las más diversas circunstancias de la vida.
Fabio Morábito, con su talento tan singular para desdibujar los límites entre lo posible y lo extraño, va tejiendo, en torno a la cancha de tenis, un mundo suntuoso hasta la gratuidad y delicadamente despiadado; J. P. Donleavy, por medio de su prosa desbordante y excéntrica, da cuenta de un Wimbledon en el que aún persisten las raquetas de madera y algunas glorias que ya son historia; el tenis como propiciador de una aventura inusualmente afortunada está presente en el cuento clásico de Somerset Maugham, y como epicentro de una felicidad tan perfecta que provoca indignación, en el cuento de Guillermo Martínez, atravesado por un humor inteligente y desconsiderado. La carga de discriminación y de maldad que es posible en unos correctos hombres de negocios que juegan al tenis (Paul Theroux), la cancha de tenis como testigo inalterable de un matrimonio que se derrumba (John Updike), la persistente belleza del juego de un gran tenista (William T. Tilden), el tenis como sueño imposible de un ascenso social (Daniel Moyano), las vicisitudes de una derrota tenística sin atenuantes (A. A. Milne), el interior, desesperado y feroz, de un chico talentoso para el tenis y desahuciado para la vida en sociedad (David Foster Wallace), el tenis como trasfondo de una historia galante con derivaciones indeseables (Adolfo Bioy Casares), van construyendo un mosaico de universos dispares que se revelan con el pretexto del tenis y que, a la vez, son el pretexto para revelar un juego en el que caben la pasión, la destreza, la venganza, el fracaso y la búsqueda de felicidad. Una antología que estaba faltando.
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