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Análisis de la Polémica Heker - Cortázar por Adrián Ferrero de la Universidad Nacional de La Plata

EXILIO POÉTICO Y EXILIO POLÍTICO: LA POLÉMICA ENTRE LILIANA HEKER Y JULIO CORTÁZAR EN LA REVISTA CULTURAL EL ORNITORRINCO Adrián Ferrero Universidad Nacional de La Plata (Argentina) ferreroadrian@yahoo.com.ar

Resumen El presente trabajo procura dar cuenta de la polémica que mantuvieran desde las páginas de la revista cultural argentina El Ornitorrinco (esto es, desde un ámbito de cruce entre medios masivos y cultura literaria) los escritores Liliana Heker y Julio Cortázar. En tal sentido, nos proponemos reconstruir brevemente las condiciones de producción dentro de las cuales se enmarca contextualmente el intercambio discursivo entre ambos productores culturales, así como analizar las estrategias argumentativas, enunciativas y los núcleos semánticos en torno de los cuales se dirimió dicha “esgrima verbal”. Asimismo, entendemos que para acceder a una mejor comprensión de la índole de la polémica es preciso indagar en el estado del campo intelectual argentino de ese período y, dentro de éste, específicamente en el literario, así como de la peculiar colocación en él de los polemistas involucrados en el cruce de opiniones. Palabras clave: Polémica - Estado burocrático autoritario – exilio - Liliana Heder - Julio Cortázar. 1. Introducción Me propongo en este trabajo indagar en un acontecimiento particularmente sugerente en términos de complejidad sémica, en tanto se inserta en una zona de cruce entre la cultura literaria y la llamada “cultura de masas”. Me refiero a la polémica que mantuvieran los escritores argentinos Liliana Heker y Julio Cortázar desde la tribuna de El Ornitorrinco, revista cultural y foro político de resistencia a la última dictadura militar argentina. Las revistas culturales (esto ha sido repetidamente señalado), revisten un carácter particular porque si bien son espacios de reunión y fusión de intelectuales y escritores, de ideologías sociales y literarias, también demarcan espacios y zonas de exclusión, delimitan un perímetro dentro del cual ingresan o bien son expulsadas o combatidas ideas, formaciones intelectuales o grupos considerados antagonistas. En cualquier caso, ámbitos de socialización, de amistad y enemistad, se constituyen en un espacio híbrido, relativamente masivo, pero que, al mismo tiempo, alojan discursos sociales del orden de “lo estético”, “la cultura literaria”. No me refiero solamente a lo que podríamos llamar periodismo cultural, tan condicionado por el mercado como por la actualidad. Estas revistas editaban, y editan aún, textos literarios ficcionales (cuentos, poemas, relatos, breves obras dramáticas o guiones). De esta manera, un discurso social denso, que demanda una recepción atenta, por momentos lenta, se articula con otros discursos y se inserta en un medio que podríamos definir como “masivo”, ligado a una serie que se inicia y se espera proseguir. No es extraño, entonces, que formas de intercambio discursivo de fuerte carga “espectacular” (polémicas, primicias, anticipos, denuncias, críticas negativas de figuras consagradas, etc.) constituyan algunos de los formatos y un tipo de apelación al lector que lo interpela con la intención de conquistarlo. Así, producción cultural, medios y público conforman una figura en la que se recorta una identidad semiótica con aristas más tradicionales, como la libresca (ligada a los clásicos, a un sistema de jerarquías alto/bajo, de atribución de valores relativo a las “bellas letras”, posteriormente impugnado) donde irrumpen nuevas generaciones de productores culturales para agitar una zona aparentemente anquilosada o levemente inerte. Portadores de inquietud, de un nuevo tipo de desasosiego, causantes de malestar y actuando como agonistas, estos escritores y escritoras llegan para hacerse oír. 2. Entretelones de una “enemistad amistosa” Dentro de la extensa variedad de tipos textuales que un discurso social como la literatura puede producir y poner en circulación bajo la forma de publicaciones gráficas dedicadas a la cultura literaria, hay una serie de productores culturales que han optado por cultivar exclusivamente el discurso narrativo ficcional. Otros, en cambio, más dotados o quizás más permeables a la teoría y el pensamiento especulativo, han elegido un arco mayor de posibilidades retóricas y expresivas y se han inclinado por el discurso argumentativo en sus diversos formatos. Nos referimos a textos, producidos por encargo o demanda de circunstancia (la aparición de un libro, su reedición, la inauguración de una colección, de una editorial o, incluso, de hechos extraestéticos, políticos o sociales) en los cuales el escritor siente la necesidad de sentar posición o bien es emplazado a hacerlo por un requerimiento editorial, una invitación o una invectiva. Otras, por el contrario, se trata de textos en los cuales los escritores o intelectuales sienten la necesidad de comunicar (y, por ello, volver socialmente legibles y comprensibles) una serie de núcleos de sentidos, problemas, conflictos privados o públicos, ligados a su práctica, de los cuales estiman es legítimo y obligatorio pronunciarse. Sea para problematizar su propia poética o las ajenas, para establecer genealogías literarias y relaciones de linaje estético, para enunciar sus verdades del oficio, para hacer circular nuevas lecturas, esto es, relecturas, dentro del sistema literario, para poner, en fin, ese discurso al servicio de causas que podríamos denominar provisoriamente ideológicas. A esta última clase de escritores pertenecen Liliana Heker y Julio Cortázar, sobre cuya obra ficcional descansaba el mayor peso de su prestigio y su capital simbólico y social más eminente pero que, en paralelo, cultivaron una serie de textos o paratextos de fuerte impacto ideológico vinculado a la opinión pública en torno de temas diversos y controvertidos. Ambos se dieron a conocer, sobre todo, como narradores (cuentistas y novelistas), pero también utilizaron algunas modalidades enunciativas como una manera de intervención pública elocuente en momentos nada fáciles para la libertad de expresión, en especial la que era portadora de algún tipo de disenso con la posición oficial, en este caso encarnada en el poder dictatorial que primaba en el país en la época que nos ocupa. En efecto, como es sabido, las dictaduras se caracterizan por ser sistemas políticos (en tanto que formas organizadas, más allá de que su fundamento sea ilegítimo) que emiten versiones de sí mismas fuertemente distorsionadas, tanto a través de falacias como del uso de ideologemas e imágenes donde proceden a borrar o disimular su propia ilegitimidad, a insistir en el carácter mesiánico y salvador de su misión, a presentarse como funcionarios eficientes (esto es, salvadores de la Patria, de la esencia de “lo nacional”), al tiempo que se erigen en sujetos de poder (a través de figuras, marcos jurídicos creados ad hoc mediante decretos, o instituciones como los entes censores y los tribunales de evaluación de material cultural o intelectual). El fundamento ideológico articulado como una doctrina culmina, en los peores casos, en el paso a la acción empírica: privaciones ilegítimas de la libertad (pasajeras o definitivas), secuestros de personas o bienes culturales, asesinatos, requisas, saqueos de la propiedad privada que pasa a manos de los verdugos, destrucciones de obras, entre otras medidas. En el orden del discurso, jaqueado por la amenaza a la libertad de expresión, se ve claramente amenazado y acontece una suerte de desorden ordenado o desorden disciplinado. Me refiero a que es imposible que la llamada opinión pública “opine lo mismo” y no surja ninguna forma de debate o disidencia. Se espera de los enunciadores que confirmen un discurso y una ideología ya estipulados, no que los desafíen. En palabras de José Javier Maristany, “el poder simbólico (durante la dictadura de 1976-1983) fue controlado por medio de un aparato de censura cultural que fijaba, de modo siempre impreciso, el grado de legitimidad y de aceptabilidad de los bienes culturales” (1). Para cumplir esta tarea, “el gobierno recurrió a procedimientos de exclusión de todos aquellos discursos considerados peligrosos y, al mismo tiempo, fijó reglas, más o menos explícitas, para producir enunciados que tendrían posibilidad de libre difusión” (2). En tales condiciones político-culturales, de notable precariedad y de restringidas condiciones de posibilidad discursiva, se encontraba el campo intelectual argentino durante el período comprendido entre los meses de enero-noviembre de 1980, el cual enmarca una polémica político-cultural que tuvo lugar entre los escritores Liliana Heker y Julio Cortázar. Como ocurre en la mayoría de los acontecimientos donde los conflictos entre sujetos o instituciones alcanzan visibilidad pública (nos referimos a algún grado de resonancia social, la que admite al menos, en este caso, la de una revista cultural independiente circulando en el marco de una dictadura militar), de controversias verbales o de discrepancias, lo que podríamos dar en llamar el síntoma, la contienda en este caso, visibiliza zonas disimuladas del estado del campo intelectual, de las relaciones silenciadas de los distintos productores culturales dentro del sistema literario y de la nación, como espacio posible (o imposible o relativo) de discusión y de intransigencia social. En este sentido, nos parece conveniente dejar sentado que tanto la posición de Heker (más beligerante) como la de Cortázar (más contemporizador) dan indicios sobre la altura de su carrera y de sus logros y también del lugar (imaginario) que cada uno ocupa para el otro (el logro de la consagración y cierta estética ya consolidada, en el caso de Cortázar; la búsqueda de renovación, no de emulación, la imperiosa necesidad de legitimar su proyecto creador, aún en la plenitud de sus posibilidades y búsquedas, en el caso de Heker). 3. Breve trayectoria de los polemistas Conviene, antes de centrarnos en el eje de la polémica de la que ambos participaron, un breve repaso de la situación de los protagonistas así como de su colocación en el campo intelectual argentino de esa fecha. Liliana Heker, corresponsable de revistas literarias de incuestionable trascendencia como El Escarabajo de Oro (durante la década del sesenta) y, más tarde, El Ornitorrinco, contaba, al momento de su polémica con Cortázar, con un lugar de relativa visibilidad en el campo intelectual argentino. Era, para utilizar palabras de Pierre Bourdieu, una escritora “en vías de consagración”, lo que más informalmente llamaríamos “una joven promesa”. Precoz ganadora de premios literarios (Mención del concurso Casa de las Américas de La Habana, Cuba), iniciada tempranamente en la escritura y la publicación, así como patrocinadora de las revistas antes mencionadas, Liliana Heker constituía una figura con un respaldo de capital simbólico bastante notable. Autora de tres libros de relatos (Los que vieron la zarza-1966, Acuario-1972 y Un resplandor que se apagó en el mundo-1977) y de artículos críticos publicados en las mencionadas revistas, ejercía lo que Francine Masiello ha denominado las “múltiples resistencias de la cultura” en un contexto político hostil a toda iniciativa cuestionadota del statu quo cultural. La Argentina, por esos tiempos, era un país en aflicción, que padecía de un raquitismo cultural provocado por las persecuciones y el control discursivo del gobierno militar de turno, los secuestros, torturas y asesinatos de personas opositoras a su ideología social (y a veces sólo azarosamente situadas en operaciones de terrorismo de Estado, hecho que las comprometió sin tener ningún tipo de participación en actividades de resistencia activas). De alguna manera, Heker era de las que “se habían quedado” en un país que había expulsado por la fuerza a legiones de disidentes a la dictadura o bien los había, en muchos casos, liquidado tanto intelectual como físicamente. Más tarde veremos cómo ese “haberse quedado” es esgrimido por Heker como una forma de aval, principio de autoridad o de legitimidad político (ya no cultural, un rasgo del orden de la virtud, el coraje) que ella analógicamente transfiere, como es natural, al orden de la actividad cultural, frente a aquellos “que se fueron”. Julio Cortázar, en cambio, ocupaba a la sazón un lugar de consagración absoluta: instalado en el centro del sistema literario como un verdadero mandarín, era considerado un referente por sus colegas y el resto de sus lectores. Radicado en Francia desde 1951, no obstante, operaba activamente en el mercado del libro argentino y latinoamericano y había sido traducido al francés y otras lenguas. De hecho fue uno de los contados argentinos que participó del movimiento cultural denominado boom latinoamericano, que dio a conocer en su propio espacio, en el norteamericano y, en especial, en el europeo, a escritores hispanoamericanos. Este fenómeno fue determinante para el desembarco de figuras literarias en el Viejo Continente y la articulación de nuevas miradas y versiones sobre América Latina. El mundo, empezó a “mirarnos”, cosa que antes no ocurría, o sucedía a partir de una construcción estereotípica donde las versiones eran predominantemente eurocéntricas. Al mismo tiempo, ese mundo empezó a mirarnos, a mirar a América Latina como un espacio de producción y de consumo cultural de calidad notable. Más allá de las evaluaciones que se puedan hacer de este acontecimiento cultural (los estereotipos que contribuyó a fundar y consolidar, las operaciones semióticas y económicas de simplificación y manipulación, la rapiña cultural que se orquestó en torno suyo, la constitución de centros de estudios latinoamericanos en universidades extranjeras que comenzaron a explorar una zona ignota desde la producción académica universitaria) sirvió, eso sí, para brindar estatus ontológico a una zona geográfica jerárquicamente desvalorizada y descalificada como emisora de productos culturales valiosos y parangonables en calidad con los de naciones de mayores tradiciones letradas y edad histórica. Por último, el así llamado boom, comenzó una circulación y emigración (por supuesto iniciada mucho antes, en los viajes de los escritores del siglo XIX a Europa y EEUU y proseguida tristemente por los exiliados políticos) de figuras literarias e intelectuales que en carácter de invitados (conferencistas, disertantes, profesores) pronunciaban en ese espacio tan deseado como temido las realidades del continente americano, muchas veces con la intención de desmitificar y de disolver malentendidos cuando no fraudes históricos. Con respecto a la figura específica de Cortázar, su larga residencia en París le había granjeado más de una vez la acusación de desvinculación de los procesos latinoamericanos, procesos en los que él buscaba deliberadamente involucrarse de un modo militante. Cortázar tomó partido apoyando a partir de 1959 la revolución cubana, los procesos emancipatorios en Centroamérica y donó varias veces los derechos de autor de sus libros para apoyar causas de liberación del Tercer Mundo, además de participar en tribunales internacionales sobre derechos humanos. Respecto de su producción literaria, Cortázar había edificado una obra de gran solidez, caracterizada por la innovación, la apelación a la oralidad y el desparpajo, el humor que buscaba combatir la solemnidad de cierto engolamiento propio de “lo culto”; pero también manifestaba un gran interés por las novedades europeas y americanas, tanto pasadas como de la actualidad. Su esencia era cosmopolita, pero ese interés no iba en desmedro de su valoración de la literatura argentina (defendió a autores malditos como Leopoldo Marechal y Roberto Arlt, del tango, los poetas populares, en épocas en que muchos de ellos eran combatidos por el stablishment). Así, lograba articular y condensar ideologías literarias más tradicionales con otras ligadas a las vanguardias (como el surrealismo) y las neovanguardias de la década del sesenta. Cortázar había desplegado una empresa cultural que abarcaba no sólo la escritura ficcional, la dirección y promoción de revistas culturales (trabajó en una revista de exiliados argentinos en Francia junto a Osvaldo Soriano), la redacción de textos ensayísticos y periodísticos, la traducción a la lengua española de autores extranjeros (como la totalidad de la obra en prosa de Edgar Allan Poe, y de novelas de Daniel Defoe, Robinson Crusoe y de Marguerite Yourcenar, Memorias de Adriano). También fue un ferviente impulsor de nuevas promociones de jóvenes escritores, cuyo respaldo le era solicitado; en fin, todas formas del trabajo y el emprendimiento cultural que tendían a la expansión y, por qué no decirlo, a formas de la cooperación y la generosidad. En lo que hace a su postura política, Cortázar se podría decir que se produce una suerte de viraje crucial, una vez llegado a Francia, que lo hizo transitar un camino de gradual interés y patrocinio de las causas libertarias. Del joven esteta, preocupado sólo por las artes y ajeno y hostil por completo a la opresión social, en un punto de su evolución ideológica, se vio colocado en una disyuntiva sémica: entre la llamada “literatura gratuita” y el “compromiso” (dicotomía que resumía y polarizaba dos antípodas de la orientación ideológica de la praxis literaria muy vigente por esos tiempos). Este rasgo alcanza una resolución en favor de lo que Mario Goloboff denomina “interés por el prójimo”, las causas emancipatorias y la lucha en favor de los derechos humanos. Este giro tiene su correlato literario y se condensa discursivamente en uno de sus libros: El libro de Manuel (1973), que obtuviera el Premio Médicis en Francia al mejor libro extranjero. En efecto, es en esa obra en la que se inicia de manera manifiesta un hito en la evolución dilemática de su proyecto creador como zona tópica de conflicto. Hacia mediados de la década del setenta, Cortázar pareciera alcanzar algún tipo de resolución, de esclarecimiento que concluye con una clase de conflictividad particularmente común entre los escritores. Desde la primigenia defensa de la autonomía de la literatura, la aparente incontaminación entre arte y conflictividad social, entre desinterés por los oprimidos y las causas revolucionarias, Cortázar termina tomando definitivamente partido por una mirada del escritor como agente central de las causas por la liberación antiimperialista y anticapitalista. No sólo como ideólogo de esas mismas empresas, sino también como persona que pone al servicio de esas causas su inteligencia y desenmascara las distintas formas de injusticia social. 4. El choque de posiciones: “los que se quedaron” versus “los que se fueron” Con respecto a la polémica que sostuvieran ambos escritores desde las páginas de El Ornitorrinco se desarrolló a lo largo de dos números de la revista: el número 7 (enero-febrero de 1980) y el número 10 (octubre-noviembre de 1980). El desencadenante de la polémica había sido un artículo que Cortázar publicara dos años antes en la revista colombiana Eco (Número 205, noviembre de 1978) titulado “América Latina: exilio y literatura” y que Heker retomara para su escrutinio y evaluación. No deja de llamar la atención la distancia histórica entre la publicación del artículo inicial de Cortázar y su contestación tardía, que me atrevería a tildar de anacrónica, no por su falta de actualidad, sino por la antigüedad del detonador, lo que marca un principio de discontinuidad discursiva. Repasemos los grandes lineamientos argumentativos del artículo de Cortázar, para poder entender así la airada respuesta que Heker le dedica, casi se podría decir extemporáneamente, dos años más tarde. En este texto, Cortázar postula la existencia de una literatura del exilio y señala a este último como un hecho anómalo. El autor agrega, además, que no tiene ninguna aptitud analítica y que se limita a una visión muy personal, que no pretende generalizar. Como vemos, desde el comienzo del artículo Cortázar se mantendrá en un margen de cautela a sabiendas de que se trata de un tema de muchas aristas y que puede ser fuente de malentendidos, cuando no de encendidos enfrentamientos. Al mismo tiempo, descalificará o impugnará su propia capacidad argumentativa y eso puede ser leído, quizás, como un principio de modestia o, quizás, de precaución ante la embestida hostil de Heker. “Malentendido” será, no por casualidad, la palabra que utilizará Heker para dar cuenta de la estrategia argumentativa de Cortázar a través de los sucesivos textos de la polémica. Cortázar agrega que “al tocar el problema del escritor exiliado, me incluyo actualmente entre los innumerables protagonistas de la diáspora” (3). Y continúa: “La diferencia está en que mi exilio sólo se ha vuelto forzoso en estos últimos años; cuando me fui de la Argentina en 1951, lo hice por mi propia voluntad y sin razones políticas o ideológicas y sólo a partir de 1974 me vi obligado a considerarme como un exiliado” (4). A continuación traza una distinción entre exilio físico (el estar fuera de la patria) y el exilio cultural, relacionado con la censura previa a la publicación de dos de los cuentos de su libro Alguien que anda por ahí (1977). Se trata de dos narraciones breves donde se hace alusión en un caso a la desaparición de personas (el cuento “Segunda vez”) y de otro que se refiere a la destrucción de la comunidad cristiana del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal en la isla de Solentiname (el cuento “Apocalipsis de Solentiname”). Ambos textos dramatizan a través de dispositivos fantásticos un semema que tendrá una alta carga de significatividad para describir las intervenciones estatales de este período sobre la ciudadanía latinoamericana, pero que ya tenía resonancias previas desde el Holocausto nazi. Cortázar sostiene que “la noción de exilio comporta una compulsión y muchas veces una violencia (…). Un exiliado es casi siempre un expulsado y ése no era mi caso hasta hace poco. Así, entonces, asumiendo y viviendo la condición de exiliado, quisiera hacer algunas observaciones sobre algo que tan de cerca nos toca a los escritores” (5). A continuación, el escritor argentino acuñará la expresión “exilio interior” para nombrar la situación de aplastamiento de los jóvenes valores por parte de las dictaduras en los respectivos regímenes autoritarios. Porque Cortázar se refiere a las dictaduras en términos continentales, no sólo nacionales. En efecto, recalcará que el fenómeno del totalitarismo abarca a la comunidad de América Latina y no únicamente a su país de origen y que ha formado parte de un perverso proyecto político de instalación del terror, a través de los autoritarismos apoyados y auspiciados financiera, ideológica y bélicamente por el imperialismo norteamericano. La expresión de deseo de Cortázar es que escritores y artistas logren superar la situación de frustración y de inmovilismo (esto es, el exilio como negatividad) y pensar las maneras de sacar partido de esa circunstancia tan penosa. El humor es una de las herramientas que Cortázar aconseja en el artículo para anular la pesadumbre. Cortázar entiende que pensar el exilio como un disvalor es darles el gusto a los enemigos de la libertad, quienes fueron los causantes de la diáspora. Cuesta pensar seriamente, no obstante, para quien se encuentre en una situación semejante, amenazado de muerte, para alguien para quien tiene tantas implicancias dolosas, una salida o una perspectiva humorística. La frase, que puede leerse como obscena, en realidad es torpe, busca aligerar el tono patético, irrespirable del país y del artículo y, por qué no, prosigue con coherencia esa idea cortazariana del humor como arma contra el horror, contra lo trágico. No obstante, queda claro, debería quedar claro, que hay cosas sobre las que no se puede bromear. O se puede bromear desde París, parece pensar Heker, no desde Buenos Aires. Se entiende, entonces, en este punto el carácter belicoso, ofuscado, de la antagonista al leer las declaraciones de Cortázar. Heker no puede reaccionar risueñamente sobre algo que afecta la vida de sus propios amigos y conciudadanos. No se trata de negar la existencia del humor negro, se trata de que hacer, decir o publicar un chiste comprometedor puede costar la vida de una persona. Por su parte, en el número 7 de El Ornitorrinco Liliana Heker reflexiona sobre lo que a sus ojos constituye un falso dilema: que los artistas se dividan entre los radicados en el exterior o los radicados en la Argentina. Según su punto de vista, la situación general del escritor argentino no encaja en ese esquema binario. Ello facilita “coartadas” que fácilmente conducen hacia el colapso intelectual. Por otra parte, según Heker “no se puede erigir en víctimas a los artistas o intelectuales de cualquier país” (6). Desvinculación con el proceso cultural argentino para los exiliados, parálisis para los que permanecen en el país debido a las características del medio. ¿No constituye esto una verdadera aporía? Al plantear esta dupla como una falsa dicotomía es cuando Heker trae a colación el artículo de Cortázar sobre el exilio sosteniendo que contribuye a ratificar este esquema, el cual ella desea desmantelar. Como atenuantes al rigor con que acomete al texto de Cortázar, Heker sostiene que se trata de un escritor a quien no se le puede atribuir mala fe y que “es uno de nuestros mayores escritores y tal vez el más universalmente querido por nosotros” (7). Esta declaración amistosa quedará puesta entre paréntesis frente a la dureza de los términos en que, más adelante, adjetivará las afirmaciones de Cortázar pero marca, al menos, el tenor afectivo y que se pretende igualitario de una relación entre pares. En lo sucesivo, Heker va a relativizar y poner en cuestión el supuesto exilio de Cortázar, al sostener que la partida de Cortázar en 1951 hacia París no fue forzada por razones políticas sino personales, casi estéticas, se podría argüir (“El propio Cortázar tuvo la honestidad de declarar alguna vez que él se fue de la Argentina en 1951 porque los altoparlantes peronistas no le dejaban escuchar tranquilo a Bartok” (8)).Y aquí es cuando establecerá un concepto clave para toda su argumentación: los primeros veinticinco años pasados en Europa Cortázar utilizó el término “exilio” en un sentido poético, es decir, “nostalgia de la tierra en la que transcurrieron la infancia y la juventud, extrañeza del idioma, extrañeza de las costumbres, etc.” (9). Y agrega: “Tal vez Cortázar quiso decir que de un exiliado en sentido poético se convirtió ‘en los últimos años’ en un exiliado en sentido político” (10). Así, la polemista plantea que el malentendido que ella lee en el texto de Cortázar se vincula con el sentido ambivalente, polisémico que se le otorga al lexema “exiliado” en distintos contextos, con un semema poético y otro político, claramente diferenciados. Refiriéndose a él de un modo irónico, tildándolo de “poético”, Heker lo desautoriza, al tiempo que da por tierra con los argumentos vertidos por Cortázar. Simultáneamente, se trata de una provocación. Heker cuestiona que todo escritor que viva fuera de su patria sea un exiliado y esté condenado al ejercicio de la nostalgia. Y así también reordena semánticamente la serie de significados que el término puede adoptar para desambiguarlos. Lo que motiva la discrepancia de Heker es la comparación entre los que debieron abandonar el país por la fuerza y los que lo hicieron previamente, no en forma compulsiva, amenazados de muerte. Por último, intenta rectificar el carácter de aplastamiento y de inmovilismo que Cortázar le atribuye a los miembros del campo cultural argentino de esos años. Para ello, se sirve de un extenso catálogo de ejemplos de productores culturales y de movimientos estéticos (citas nombres y apellidos del campo literario, del teatro, de las artes plásticas) y opone a Cortázar un frente cultural que es la contracara creativa del proceso político fuertemente tanático vigente por esos años en el país. Heker sitúa a Cortázar en un lugar de desinformación y, por ende, de falta de fuentes fidedignas respecto de lo que acontecía desde el punto de vista de las artes (y de las artes disidentes al régimen) en su propio país de origen, alineándose así, mal que le pese, con las acusaciones que desde la derecha política llovieron sobre el autor de Rayuela. En este sentido, apunta aquí a su falta de actualización y a un rasgo ya no extraestético sino claramente literario: desconocer los valores literarios de su propio país. Lo que en un punto es cierto y en un punto es justificable, porque los intercambios epistolares estaban censurados por la dictadura y el intercambio entre los argentinos en el extranjero y los que se habían quedado era escaso, difícil y se buscaba impedirlo. Paralelamente, Heker afirma haber visto en Cortázar en sus comienzos a “un amigo importante” y en el presente, en la década del ochenta, a un clásico cuya obra ha decantado y ha dado lugar a un maestro de la narrativa. Cortázar ha ingresado en el canon de la literatura argentina y latinoamericana. El término “clásico” es clave en este contexto y puede hacerse de él una doble lectura: un “clásico” es un consagrado (es decir, alguien, no digamos que hay que combatir pero sí frente al que hay que posicionarse). En segundo lugar, “clásico”, tiene esa doble acepción de inactual, permanente, fuera del tiempo. Es decir, Cortázar está fuera del tiempo, está fuera de la Historia y, en un sentido, ya forma parte de los que ingresaron al Panteón de los elegidos. Es evidente que el enfrentamiento se produce entre dos productores culturales no simétricos, pero sí afines desde el punto de vista ideológico. Lo primero los enfrenta, lo segundo entibia la tonalidad de la polémica y la permite. De allí que Heker considerara que con el enemigo real es irrisorio polemizar y que Cortázar intentara despojar al disenso entre ambos de toda connotación peyorativa. Esta práctica intelectual sí es posible, en cambio con un adversario literario de mayor envergadura o de una reputación más consolidada, pero con un sistema de creencias confluyente. Se trata de afirmar o confirmar la pertenencia no sólo a un colectivo identitario creativo común o afín, sino también a una zona de la ideología social y política disidente al régimen dictatorial. En cierto sentido, la polémica favorece a Heker, no sólo porque la eleva de rango literario, al mantener un intercambio de opiniones con un escritor de la talla de Julio Cortázar (confiriéndole, en términos de Pierre Bourdieu, mayor capital simbólico y social del que ostenta por sí misma al hacerse merecedora de la respuesta amistosa de un “rival” como Cortázar), sino que también, Cortázar interpela en términos de igualdad total a un sujeto femenino frecuentemente inferiorizado por el imaginario intelectual patriarcal en la mayoría de los intercambios sociosemióticos. El hecho de que la obra de Cortázar goce de un reconocimiento internacional lo colocaría, aparentemente, en un lugar de enunciación de mayor autoridad o superioridad que Heker. Heker, como ya lo dijéramos, es una escritora en vías de consagración, cuya obra está circunscripta a límites estrictamente nacionales. No ha ingresado aún al canon de la literatura vernácula y forma parte de una promoción de escritores de mediana edad. Es lógico que perciba a Cortázar como una firma (asociada a una poética y a un espacio en el canon literario argentino fuertemente amenazante para su propia consagración como escritora). Esa aparente superioridad atentaría contra la propia y alimentaría una suerte de “deseo de muerte” o “parricidio cultural”, una suerte de necesidad de atentar contra la autoridad al menos intelectual de Cortázar con la intención de desacreditarlo. Mediante esa estrategia de impugnar la autoridad de un “clásico”, Heker logra aumentar la talla de su evolución y su recepción social como escritora. La idea resonante de verse envuelta en una polémica, nada menos que con alguien del prestigio de Cortázar, termina nimbando el suceso de ribetes algo sensacionalistas, si bien ni ese es el perfil de la revista ni de los polemistas. Reforzando una idea anterior, no se puede tampoco desagregar para el presente análisis de la polémica, una mirada desde la perspectiva de género. Una escritora de relativo prestigio (cuya obra, por cierto, entre muchos otros núcleos semánticos, manifiesta un interés vehemente por los problemas de la feminidad y, particularmente, de la dimensión de clase ligada al género; el cuento “La fiesta ajena” y “Cuando todo brille” son paradigmáticos al respecto) busca medirse con un varón cuya poética no sé si puede adjetivarse de “patriarcal” pero sí donde en muchos casos tanto las clases dominadas como las mujeres son victimarias (véanse “Circe”, “Las puertas del cielo”, entre otros cuentos del libro Bestiario de 1951). En tal sentido, Heker entabla con Cortázar una batalla específicamente discursiva en la que dos sexos y dos construcciones de género (es decir, dos posiciones discursivas asimétricas determinadas por la jerarquía atribuida a la diferencia sexual en las sociedades occidentales) disputan por el poder de interpretar y de enunciar, esto es, de fijar sentidos, en el marco de la opinión pública. Más aún, que una mujer ose desafiar la capacidad de fijar sentidos, que se atreva a impugnar los criterios de validez y desacreditar a una figura de la envergadura de Cortázar en los años ochenta en un punto no dista de tener un fuerte componente revulsivo desde la perspectiva de los roles de género, en el marco de las asignaciones de poder en el campo intelectual. A partir de la polémica y su visibilidad, es claro que la posicionalidad, en el campo intelectual, de lucha por la legitimidad simbólica, se verá afectada por los ecos de esta polémica en términos de lo que la voz de una mujer puede disputar en la esfera pública. El formato, que elegido por los autores para llevar adelante la polémica son el artículo y el texto epistolar que, al ser publicado, adquiere una difusión que excede a su destinatario inicial y se proyecta hacia la publicidad de un lectorado difuso pero colectivo. Los artículos de Heker tendrán un carácter fuertemente argumentativo y opinante; procurarán despojar a todo razonamiento de visos afectivos (es decir, se caracterizan por una suerte de utopismo que busca neutralizar los apelativos que indican o modulan el cariño). Sus enunciados son los propios de quien busca eliminar toda ilusión de proximidad afectiva como rasgo desventajoso para definir una polémica, que demanda una ecuanimidad imprescindible para elaborar argumentos y contestarlos. Heker procederá a desmenuzar y a afirmar su argumentación con recurrencia en citas textuales de las palabras del escritor argentino. Cortázar, en cambio, eludirá la confrontación, procurará recomponer un hecho que vive como absurdo: discutir agriamente con una aliada. Empleará un tono intimista, hipersubjetivo y señalará el sinsentido que para él representa el enfrentarse con alguien de su mismo bando y no con los verdaderos verdugos que conducen una política de destrucción masiva por esos años. Para ello, se referirá a la situación política del país con eufemismos, sugiriendo más que afirmando, y utilizando figuras retóricas como la elipsis, la perífrasis y recursos como la alusión velada. Es evidente la actitud distante, de choque, de Heker, que asume la oposición explícita, la confrontación de ideas (irritada frente a la liberalidad frívola con que ve opinar a alguien cómodamente sentado en París frente a un grupo de intelectuales y artistas que arriesgan la vida), frente a un Cortázar que minimiza su carácter de polemista ante el intercambio de conceptos y conduce sus afirmaciones hacia la solidaridad y el acercamiento, procurando conciliar más que acentuar los conflictos. Si analizamos el sistema de pronominalización de la polémica, Heker tratará a Cortázar de “usted” y no lo tuteará en ningún segmento de la discusión, como si el tema sobre el que debaten no diera lugar a concesiones que aludan a la confianza o la proximidad. Esa aparente “distancia” (que, vale recordarlo, no es sólo subjetiva sino también toponímica, dado que Cortázar está en Francia y ella en Argentina) conviene a Heker en tanto la inviste de una aptitud interpretante, razonadora, históricamente negada al sujeto mujer. Cortázar, en tanto, empleará en todo momento el tuteo o el voseo para referirse a su interlocutora. Esta interpelación asimétrica produce un efecto de distorsión, de pacificación negada, construye discursivamente entre ambos una diferencia asociada al modo en que se interpelan. La frialdad, asociada a una ilusión de objetividad o de enojo o antipatía, definen el tono que Heker imprime a la polémica. Es evidente que son los que Heker reconoce como los propios de un debate (recordemos que la mujer históricamente ha sido esencializada hacia la emocionalidad, la intuición, cuando no la cursilería). En este sentido, ambos desafían roles de género rígidos y naturalizados, corriéndose y posicionándose en los opuestos al “sentido común” y la doxa. Cortázar se muestra como un “hombre emocional”, “pacifista”, que exterioriza su afectividad hacia una mujer. Muestra y demuestra su capacidad de sentir y no sólo de inteligir. Heker, en cambio (y leo ese comportamiento como una estrategia de género y no sólo de escritora) actúa de modo beligerante, como una amazona, una mujer que es capaz de no sólo de disentir, sino de disentir de modo agrio y, más aún, pelearse con un varón, un rival de trayectoria muy superior a la propia. Es cierto que para Cortázar el considerarse, o que los demás lo consideraran, exiliado o no es una cuestión menor al lado de la gravedad de los acontecimientos a los que se estaba asistiendo en la Argentina y, en tal sentido, la polémica se articula desde un lugar que no es de los más relevantes y el de los más conflictivos para sus puntos de vista: es el que permite el contexto del Estado burocrático-autoritario y sus débiles circuitos y repertorios de disenso. Pero también es cierto que nombrar el exilio es nombrar metonímicamente al totalitarismo de Estado y a su política de terror sistemático. Nombrar el exilio reenvía directamente a una serie de significantes atroces, macabros, donde muerte y eliminación, asesinato y mordaza, son lugares comunes y reconocidos por la sociedad civil. La polémica puede parecer, pues, un tanto trivial a los ojos de Cortázar o incluso de otros lectores. En la actualidad, percibo en ella puntos, núcleos de sentido significativos para articular y reconstruir algunas zonas que la dictadura militar dejó abiertas sin quererlo, casi a su pesar. La polémica, entonces, definida a partir del eje que la vertebra, esto es, su tema, de los atributos de quienes la protagonizan (edad, sexo, género, trayectoria, ideología social y política, lugar de residencia…), del código a través del cual se ejerce (verbal escrito), la modalidad que adopta (esgrima verbal) y del espacio editorial en el que se aloja (una revista cultural de circulación restringida), admite ser leída desde muchos sitios; es rica en información sobre lo que ese pasado fue en tanto que presente y las repercusiones que tuvo y tiene. Es obvio que se centra en las consecuencias y no en las causas primeras del problema al que dedican sus cavilaciones. El enfrentamiento se enuncia desde sus zonas menos relevantes y peligrosas, al tiempo que ello les evita eventuales consecuencias onerosas para ambos. En efecto, se trata de dos polemistas hábiles, que nombran sin decir, como una forma de persistir en un diálogo que proseguirá gracias a no exponerse a la extrema radicalidad (a la que eligió llegar, en cambio, Rodolfo Walsh). Optan por canales de enunciación que les permita subsistir y permita subsistir ese diálogo. También es cierto que en esta polémica, como en algunas obras de teatro de Eugène Ionesco o de Beckett, para quien sepa leerlas, donde parece que se habla del estado del tiempo o de algo aparentemente no esencial, se está hablando de otra cosa más importante (como el sentido de la vida, o el sentido como noción, en general). Como es sabido, los diálogos, los discursos, los intercambios públicos de discursos, en la realidad o en la ficción, dicen mucho más de lo que dicen. Notas 1. Maristany, José Javier. Narraciones peligrosas. Resistencia y adhesión en las novelas del Proceso. Bs. As., Editorial Biblos, 1999. p. 14. 2. Maristany, José Javier. Narraciones peligrosas. Resistencia y adhesión en las novelas del Proceso. Bs. As., Editorial Biblos, 1999. p. 28. 3. Cortázar, Julio. Obra crítica/3. Edición al cuidado de Saúl Sosnowski. Bs. As., Editorial Alfaguara, 1994. pp. 163-164. 4. Cortázar, Julio. Obra crítica/3. Bs. As., Editorial Alfaguara, 1994. p. 164. 5. Cortázar, Julio. Obra crítica/3. Bs. As., Editorial Alfaguara, 1994. p. 165. 6. Heker, Liliana Las hermanas de Shakespeare. Bs. As., Ed. Alfaguara, 1999: pp. 178-179. 7. Heker, Liliana Las hermanas de Shakespeare. Bs. As., Ed. Alfaguara, 1999. p. 179. 8. Heker, Liliana Las hermanas de Shakespeare. Bs. As., Ed. Alfaguara, 1999. p. 181. 9. Heker, Liliana Las hermanas de Shakespeare. Bs. As., Ed. Alfaguara, 1999. p. 181. 10. Heker, Liliana Las hermanas de Shakespeare. Bs. As., Ed. Alfaguara, 1999 p.182. Bibliografía Amícola, José. (2000). Camp y posvanguardia. Manifestaciones de un siglo fenecido. Bs. As., Ed. Paidós, Colección Género y Cultura. Balderston, Daniel y otros (1987). Ficción y política. La narrativa argentina durante el proceso militar. Bs. As., Ed. Alianza. Bourdieu, Pierre. “Campo intelectual y proyecto creador” (1967) [1966]. En: Pouillon y Otros (1967). Problemas del estructuralismo. México, Siglo XXI Editores. pp. 135-182 Bourdieu, Pierre (1995) [1992].Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Barcelona, Ed. Anagrama, 1995. Bourdieu, Pierre (2004).Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto. Bs. As., Ed. Montressor. Traducción de Alberto C. Escurrida. Cortázar, Julio (1994). Obra crítica/3. Edición al cuidado de Saúl Sosnowski. Madrid, Ed. Alfaguara. Cortázar, Julio (1996) [1977]. Alguien que anda por ahí. Bs. As., Ed. Alfaguara. de Diego, José Luis (1998). “Notas sobre exilio y literatura”. En: Amícola, José y Speranza, Graciela (Comps.) Encuentro Internacional Manuel Puig. Rosario, Beatriz Viterbo Editora - Orbis Tertius, pp. 227-236. de Diego, José Luis (2000) “Relatos atravesados por los exilios”. En: Jitrik, Noé (director). Drucaroff, Elsa (directora del volumen) (2000) Historia Crítica de la Literatura Argentina. Volumen 11. Bs. As., Editorial Emecé, pp. 431-458. de Diego, José Luis (2001). ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986). La Plata, Ediciones Al Margen. Goloboff, Mario (1998). Julio Cortázar. La biografía. Bs. As., Ed. Seix Barral. Heker, Liliana (1999). Las hermanas de Shakespeare. Bs. As., Ed. Alfaguara. Heker, Liliana (1991) Los bordes de lo real. Bs. As., Ed. Alfaguara. Maristany, José Javier (1999). Narraciones peligrosas. Resistencia y adhesión en las novelas del Proceso. Bs. As., Ed. Biblos. 

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